Tuve la oportunidad de conocer a Darío Trujillo en una comida después de misa en la parroquia de Santa Cruz de Canido, hace ya algunos años, cuando todavía estaba entre nosotros el entonces obispo Luis Ángel de las Heras. Recuerdo aquella jornada con mucho cariño: estábamos los feligreses, compartiendo la mesa como una verdadera familia, y en medio de todo surgió esta figura de Darío, cercana, sonriente, llena de ilusión. No era un sacerdote todavía, pero ya se le notaba en la mirada y en la palabra una vocación que latía con fuerza.
Más tarde, tuve la suerte de pasar una tarde con él en Valdoviño, tomando un café y conversando largamente. Allí me habló de su vida en Colombia, de sus años de formación, de sus momentos en el Ejército, y de las dudas y certezas que le llevaron finalmente a retomar el camino del seminario. Fueron confidencias profundas, a corazón abierto, que me hicieron ver en él no solo a un hombre valiente, sino a alguien llamado por Dios para algo más grande.
Su historia tiene algo de paradoja y, a la vez, de providencia. Exsoldado y ahora sacerdote en la Diócesis de Mondoñedo-Ferrol, Darío ha sabido transformar las experiencias duras en semillas de esperanza. Llegó a España en 2017, después de dejar atrás la vida militar en Colombia. Allí había servido en la Infantería de Tierra, entregándose por un tiempo a la disciplina y al sacrificio de las armas. Pero dentro de él seguía viva aquella “espinita” del sacerdocio, la llamada de Dios que nunca se apaga.
Confiesa que en el Ejército vivió momentos de decepción, especialmente tras la firma de los acuerdos de paz en 2016 entre el Gobierno colombiano y las FARC. No compartía del todo aquel proceso y, en su interior, sentía que no había justicia plena para todos. Esa experiencia fue dolorosa, pero también decisiva: lo empujó a retomar su vocación primera, la que había sentido desde muy joven.
Durante siete años se formó en España, tres de ellos en Vilalba, y hoy su ministerio abarca nada menos que 26 parroquias en Lugo. Con un estilo cercano, clásico y provocador en el mejor sentido de la palabra, busca hacer de la comunidad una familia. Él mismo lo expresa con claridad: “Me gusta provocar”, pero no como quien divide, sino como quien despierta, sacude, invita a pensar y a crecer.

Cuando hablé con él en aquella tarde de Valdoviño, percibí en Darío una gran sensibilidad por las realidades humanas, por las heridas de la gente sencilla, y también una mirada abierta al mundo. Le conté que en Colombia tengo muchos amigos, entre ellos el diácono Alirio, un hombre profundamente preocupado por la naturaleza y la “casa común”, como nos enseña el Papa Francisco en Laudato Si’. Darío escuchaba con atención, y su respuesta siempre estaba marcada por un deseo sincero de comprender, de acompañar, de ponerse al servicio.
Hay una frase del Evangelio de san Juan que me viene a la mente al pensar en él: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13). En Darío veo precisamente esa entrega: primero como soldado y ahora como sacerdote de Jesucristo, donde la vida se convierte en don total.
Jesús también dijo: “El que quiera ser el primero, que sea el servidor de todos” (Mc 9,35). Y eso es lo que define a Darío Trujillo: un servidor. Su camino no ha sido recto ni fácil, pero Dios lo ha ido puliendo con paciencia, como el alfarero con el barro, hasta convertirlo en un instrumento útil para el bien de muchos.
Deseo de corazón que este nuevo tiempo en su ministerio sea fecundo. Que cada parroquia donde celebre, cada familia que visite, cada joven al que anime, pueda descubrir en él un reflejo de Cristo mismo. Porque lo importante no son los títulos ni las experiencias pasadas, sino la disponibilidad para dejarse usar por Dios.
En este sentido, me permito desearle, como hermano en la fe y como amigo, que siempre se mantenga fiel a aquella primera llamada que encendió en él la ilusión: ser un pastor con olor a oveja, como pide el Papa Francisco, alguien cercano, humilde y alegre. Y que nunca olvide que lo esencial no son los éxitos humanos, sino la gracia de Dios que obra en lo pequeño y lo escondido.
Darío, que el Señor te bendiga en esta nueva etapa. Que María, Madre de la Iglesia, te acompañe en tus desvelos y fatigas. Y que todos los que te encontremos en el camino podamos decir: “Este hombre es un sacerdote tocado por Dios, y grandemente utilizado por Él para el bien de su pueblo”.
Darío Trujillo no es un sacerdote más. Es la prueba de que Dios sabe escribir recto con renglones torcidos, y de que la vida, cuando se entrega a Él, se convierte en una aventura apasionante.
José Carlos Enríquez Díaz