La Conferencia Episcopal Española ha dejado de disimular. Su última intervención pública no es una homilía sobre el bien común ni un alegato sobre valores morales universales. Es, lisa y llanamente, un pronunciamiento político. Los obispos españoles quieren elecciones anticipadas y lo han dicho con todas las letras. No fue solo una ocurrencia de su presidente, Luis Argüello. Fue la postura oficial expresada esta semana por el portavoz de la Conferencia, Francisco García Magán, tras la reunión plenaria del episcopado.
“La corrupción es uno de los cánceres de la democracia, sea del color que sea, porque mina los pilares del Estado, hace perder la credibilidad, y es una puerta de entrada peligrosísima a situaciones de autoritarismo”, sentenció el obispo auxiliar de Toledo. Con esas palabras justificó el respaldo explícito a la idea de adelanto electoral, en plena crisis política que afecta al PSOE tras la filtración del informe de la UCO. Sin embargo, la credibilidad moral del discurso episcopal cae por su propio peso cuando uno examina su silencio atronador sobre los escándalos que afectan a la otra orilla ideológica: la derecha y, sobre todo, la ultraderecha de Vox.
Basta con revisar lo ocurrido en abril de 2019 en Ferrol, cuando Vox presentó una candidatura municipal tan chapucera como fraudulenta. Algunos ciudadanos descubrieron con sorpresa que sus nombres aparecían en la lista sin haber dado consentimiento. El número cuatro, Pedro Andrés González Couce, renunció tras saberse que estaba inmerso en una investigación judicial por falsedad documental. La Junta Electoral alertó de la irregularidad y derivó el caso a la Fiscalía. La situación fue tan grotesca que incluso Vox de Galicia admitió públicamente las anomalías y el malestar interno. Todo fue recogido en detalle por el Diario de Ferrol, que documentó la manipulación de listas y la crisis interna del partido . Y sin embargo, ningún obispo salió entonces a hablar de corrupción o a alertar sobre los “cánceres democráticos”.
Tampoco hubo reacción cuando el exjuez y referente ideológico de Vox en Andalucía, Francisco Serrano, fue imputado por fraude. En 2023, la Fiscalía pidió seis años de prisión para él por apropiarse de más de 400.000 euros en subvenciones públicas mediante una empresa pantalla. Serrano, famoso por su cruzada contra la ley de violencia de género, fue durante años una figura intocable para la derecha mediática y moral. ¿Palabras de Argüello? Ninguna. ¿Comunicado de la Conferencia Episcopal sobre este escándalo que mezcla dinero público y discurso ultraconservador? Silencio absoluto.
Cuando García Magán declara que la corrupción “mina los pilares del Estado” y abre la puerta al autoritarismo, sería lógico pensar que se refiere a cualquier partido político. Pero no. Su diana es exclusiva. Su indignación es selectiva. Y su moral, profundamente condicionada por afinidades ideológicas. Esa doble vara de medir no solo es hipócrita: es inaceptable en una democracia que presume de haber dejado atrás el nacionalcatolicismo. Porque, digámoslo claro, lo que estamos viendo es una Iglesia que recupera el tono político de otras épocas, aquella que bendecía regímenes y callaba ante injusticias si venían de “los suyos”.
El presidente de la Conferencia Episcopal no se limita a condenar al Gobierno. Lleva tiempo coqueteando ideológicamente con Vox, repitiendo su lenguaje, compartiendo sus obsesiones y omitiendo sus excesos. Habla de “familia natural”, de “ideología de género”, de “valores tradicionales”… pero evita cuidadosamente mencionar la negación de la violencia machista, la criminalización del colectivo LGTBI o el racismo implícito en los discursos de Santiago Abascal y sus acólitos. Argüello no es un ingenuo. Sabe perfectamente con quién está hablando cuando agita esos conceptos. Sabe que está dando cobertura moral a un partido ultraderechista que desprecia los consensos básicos de la convivencia democrática. Y sin embargo, insiste.
La Iglesia española puede opinar de política. Nadie se lo impide. Pero cuando lo hace desde la parcialidad, el sectarismo y la complicidad con la ultraderecha, pierde su legitimidad moral. No es la corrupción lo que les preocupa. Es quién gobierna. Y si los obispos no son capaces de aplicar el mismo rasero ético a Vox que al PSOE, entonces no están predicando valores: están haciendo política. Y de la peor especie.
Es hora de exigirle a la jerarquía eclesiástica lo mismo que ellos exigen a los demás: coherencia, limpieza y humildad. Porque cuando se alían con la extrema derecha, no solo traicionan al Evangelio: traicionan a la democracia.
Y si hablamos de corrupción estructural, sería saludable que los obispos recordaran —aunque solo fuera una vez— el saqueo sistemático al Estado protagonizado por el Partido Popular. El caso Gürtel no fue una anécdota: fue una red corrupta incrustada en las instituciones durante más de una década. Luis Bárcenas, extesorero del PP, pagaba sobresueldos en negro con dinero procedente de comisiones ilegales mientras algunos obispos bendecían los gobiernos que recortaban servicios públicos y amnistiaban a defraudadores.
¿Y qué decir de Rodrigo Rato, exvicepresidente del Gobierno, presidente de Bankia, del FMI y símbolo del poder económico neoliberal bendecido por la derecha española? Condenado por corrupción, fraude fiscal y blanqueo de capitales, Rato representa como pocos el fracaso moral de una generación de dirigentes a los que la Iglesia jamás exigió dimisión ni regeneración.
Pero no seamos malpensados. Seguro que todo esto se debe a un malentendido. A lo mejor los obispos no dijeron nada sobre Bárcenas, Rato, la Gürtel o el fraude de Vox en Ferrol porque estaban de retiro espiritual, ocupados orando por el alma de España mientras se decidía qué color ponerle al manto de la Virgen del Rocío. Tal vez no hablaron de Francisco Serrano porque se les pasó entre tantos rezos, y simplemente no vieron la noticia. Y por supuesto, si hoy claman contra Pedro Sánchez, no es por afinidad con la ultraderecha, sino por inspiración divina. Porque el Espíritu Santo, como todos sabemos, lleva corbata verde pistacho y recita discursos de Ortega Smith.
Quizás, en realidad, el problema es que no entendemos bien lo que quieren los obispos. Ellos no están haciendo política. Están evangelizando con nostalgia. Nostalgia de cuando la voz de Dios sonaba en los discursos del BOE, de cuando los niños rezaban el rosario en la escuela y las niñas aprendían costura mientras el confesor vigilaba la moral pública desde el confesionario y el gobernador civil. Lo suyo no es ideología: es arqueología emocional. Quieren devolvernos a esa España feliz donde todo estaba en su sitio: los pobres en silencio, los ricos en misa, y las mujeres, en casa.
Es lógico que pidan elecciones anticipadas: el problema para ellos no es la corrupción, sino que la izquierda no comulga. ¿Y qué es una democracia si no se puede comulgar en condiciones? De ahí la rabia. De ahí la cruzada. Porque no hay mayor escándalo que una democracia donde gobierna quien no besa anillos ni dobla la rodilla ante sotana alguna. Un país sin miedo al infierno es, para ellos, una amenaza existencial.
Ahora bien, no todo está perdido. Si seguimos su ejemplo, aún podemos salvarnos. Pongamos a Abascal de presidente y a Argüello de ministro de la Gracia (divina y presupuestaria). Entonces sí, hermanos, entonces seremos una democracia plena, como Dios manda y Vox exige.
Y que no se nos olvide educar a nuestros hijos como buenos patriotas: enseñémosles que la corrupción solo es pecado si la comete la izquierda; que el dinero público está mejor en las cuentas de Panamá que en la sanidad pública; que la libertad de expresión acaba donde empieza un cartel del Orgullo; y que las mujeres deben aspirar a ser vírgenes, madres o mártires, pero nunca ministras.
Mientras tanto, celebremos que la Conferencia Episcopal ha decidido darnos lecciones de ética política. Porque nada inspira más confianza democrática que una institución a la que nadie ha votado, que no paga impuestos, que no se presenta a elecciones y que, sin embargo, exige la dimisión de un presidente elegido por millones. Es conmovedor ver a quienes callaron durante décadas de dictadura alzando hoy la voz contra una democracia imperfecta, pero legítima. Es como si el mayordomo del Titanic nos diera una charla sobre navegación segura.
Pero no seamos crueles. Quizás solo necesitan cariño. Quizás se sienten un poco solos ahora que ya no pueden poner ministros ni censurar libros. Quizás simplemente echan de menos aquella España de sacristía y cuartel, donde los púlpitos dictaban el voto, los obispos daban ruedas de prensa y nadie osaba contradecirlos sin jugarse la excomunión y el despido. Ahora solo les queda escribir notas de prensa, bendecir a Vox y soñar con una cruzada que ya no empieza.
Así que aquí va nuestro consejo evangélico: “Dad a Dios lo que es de Dios, y al pueblo lo que es del pueblo.” Dejad de usurpar la voz de todos para defender los intereses de unos pocos. Y si tanto os gusta la política, fundad un partido. Presentaos a las elecciones. Pero mientras habléis como Vox, actuéis como Vox y señaléis como Vox, no esperéis que os escuchen como pastores. Os escucharán como lo que ya sois: una sucursal ideológica de la ultraderecha, vestida de incienso y nostalgia.