En las calles de Valencia, tras el paso devastador de la DANA, la imagen de inmigrantes limpiando el barro ha vuelto a encender un debate que nunca debería haberse apagado. Ahí estaban, sin que nadie les pidiera el «permiso de residencia», con escobas y palas en mano, removiendo el lodo que la tormenta dejó, pero también el que deja una sociedad que, en demasiadas ocasiones, prefiere mirar hacia otro lado cuando se trata de justicia social.
El Evangelio y la dignidad del extranjero
El mensaje de Cristo sobre el amor al prójimo es claro y contundente. En Mateo 25:35-36, Jesús nos dice: «Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; fui forastero y me recogisteis; estuve desnudo y me vestisteis». El forastero, el migrante, el necesitado, todos ellos son el rostro visible de Cristo en nuestro tiempo.
Sin embargo, hay quienes, desde la cómoda tribuna del privilegio, se han dedicado a promover un discurso de odio y exclusión. Grupos ultras como Vox han construido su narrativa sobre el miedo y la deshumanización del extranjero. Se indignan porque alguien sin «papeles» trabaje, pero no porque alguien con «papeles» explote a esos trabajadores en condiciones infrahumanas. Hablan de legalidad, pero ignoran la moralidad. Se llenan la boca con «valores cristianos», pero olvidan que Jesús nunca pidió documentos de identidad a los que socorrió.
El capitalismo y la hipocresía de la explotación
Vivimos en una sociedad gobernada por el capitalismo salvaje, donde los derechos humanos son una mercancía negociable. Se persigue al inmigrante cuando se trata de criminalizar su presencia, pero se le explota cuando se necesita mano de obra barata. El sistema económico permite que empresarios sin escrúpulos contraten a migrantes en condiciones precarias, negándoles un salario digno, acceso a la seguridad social y estabilidad laboral. Así, la misma sociedad que se queja de la «inmigración ilegal» disfruta de las frutas que recogen, los suelos que limpian y los cuidados que brindan.
En épocas de crisis, el poder político, aliado con el gran capital, encuentra en los inmigrantes un chivo expiatorio perfecto. Se les culpa del desempleo, de la delincuencia y hasta de la degradación cultural. Pero la verdad es que sin ellos, muchas industrias colapsarían. ¿Quiénes trabajan en el campo por salarios de miseria? ¿Quiénes cuidan a los ancianos que el Estado abandona? ¿Quiénes, sin exigir nada a cambio, se lanzaron a limpiar las calles anegadas de Valencia? No fueron los que predican desde su cómoda posición de poder. Fueron aquellos a los que el sistema no reconoce, pero sin los cuales el sistema no podría funcionar.
A dónde nos lleva la injusticia
Cuando permitimos que la injusticia se normalice, nos convertimos en cómplices. La Biblia es clara sobre las consecuencias de la opresión. En Isaías 10:1-2 se nos advierte: «¡Ay de los que dictan leyes injustas y prescriben tiranía, para apartar del juicio a los pobres y para quitar el derecho a los afligidos de mi pueblo!». Hoy, esas palabras resuenan más que nunca.
La injusticia social no solo afecta a los inmigrantes, sino a toda la humanidad. Crea sociedades más violentas, menos empáticas y profundamente desiguales. Divide a las personas entre «los de aquí» y «los de allá», cuando en realidad todos somos peregrinos en esta tierra. Si seguimos por este camino de odio y exclusión, lo que nos espera es una sociedad cada vez más fragmentada, en la que la dignidad humana se reduzca a un documento y la vida de los más vulnerables valga menos que los intereses de unos pocos.
Conclusión: el amor como respuesta
Jesús nos dio el mandato de amar sin condiciones, de acoger sin preguntar. La presencia de inmigrantes limpiando las calles de Valencia es un recordatorio de lo que significa la verdadera solidaridad. No pidieron nada, no esperaron reconocimiento, simplemente actuaron. Mientras tanto, los que tienen el poder, los que se envuelven en la bandera para predicar exclusión, siguen sumergidos en su propio barro moral.
La pregunta que debemos hacernos no es si los inmigrantes tienen «derecho» a estar aquí, sino si nosotros, como sociedad, tenemos derecho a ignorar el mensaje del Evangelio. Si la respuesta es no, entonces es hora de dejar de lado el miedo, el odio y la injusticia, y empezar a construir un mundo donde la compasión pese más que los papeles y la humanidad valga más que el capital.