El Evangelio traicionado: cuando la Iglesia silencia a los heridos

El Evangelio traicionado: cuando la Iglesia silencia a los heridos

Durante un curso de formación permanente para el clero asturiano, el arzobispo Jesús Sanz Montes afirmó que los abusos cometidos por sacerdotes representan “solo el 0,2 %” frente al “99,8 %” de otros contextos. En la misma intervención, calificó al presidente Pedro Sánchez como “un narcisista patológico”. Estas palabras, más que un comentario aislado, muestran una forma de pensar que caracteriza a buena parte de la jerarquía: mirar hacia afuera para evitar mirar sus propias sombras, medir la pureza con estadísticas y la autoridad con juicios sobre los demás.

El Evangelio advierte: “¿Por qué miras la mota en el ojo de tu hermano y no ves la viga en el tuyo?” (Mt 7, 3). Cada vez que un obispo minimiza el dolor de las víctimas con cifras, cada vez que desplaza la culpa hacia afuera, esta pregunta se convierte en un mandato ético. El abuso no es cuestión de porcentajes, sino de vidas quebradas y confianza traicionada.

Históricamente, la Iglesia jerárquica ha tendido a desplazar la culpa hacia las víctimas, cuestionando su palabra, insinuando motivaciones económicas o acusándolas de exagerar. No se trata de negar que algunos reclamos puedan ser falsos, sino de reconocer un patrón persistente: la norma ha sido proteger al culpable y dudar del herido, asegurando así la impunidad institucional. Esto contrasta brutalmente con el mandato de Jesús de proteger al vulnerable y practicar la justicia (Mt 25, 42-45).

Eugen Drewermann, en su obra profunda y rigurosa Clérigos, explicó cómo la estructura del poder clerical, combinada con el celibato obligatorio y la represión afectiva, genera miedo a la verdad, secreto y doble moral. Su análisis no es superficial: estudia décadas de encubrimiento, el impacto psicológico de la jerarquía en los sacerdotes y las consecuencias para las víctimas. No obstante, cada vez que se cita a Drewermann, la jerarquía responde con ataques personales, revelando un temor intenso a la autocrítica que su obra expone. Este rechazo confirma que sus observaciones tocan fibras que la Iglesia prefiere no examinar.

El clericalismo, la represión de la afectividad y la concentración del poder masculino producen una Iglesia que teme más al escándalo que al pecado, que protege a los culpables y cuestiona a los inocentes. Cuando Jesús Sanz reduce los abusos a un “0,2 %” y critica al mundo por exagerar, no solo está defendiendo el sistema clerical: está ocultando un patrón histórico de injusticia y negando la verdad evangélica. Jesús no fundó una institución para calcular su inocencia, sino una comunidad para practicar la justicia y la compasión (Jn 8, 32).

El Evangelio no necesita porcentajes. Conoce nombres y heridas. Jesús dejó las noventa y nueve ovejas para buscar a la que se había perdido (Lc 15, 4). Proteger a la institución mientras se ignoran los daños personales es traicionar el mandato de servicio y compasión. La Iglesia jerárquica ha trasladado abusadores y cuestionado a las víctimas, una inversión dolorosa de la parábola de Jesús, que pone en evidencia la ruptura entre doctrina y práctica.

El celibato obligatorio y la exclusión femenina no son simples normas: son estructuras de control que facilitan la impunidad. Drewermann muestra que la represión del afecto y la jerarquía cerrada generan miedo y disociación, incapacitándolos para escuchar a los que sufren. Mientras la institución no reforme estos elementos, seguirá siendo incapaz de cumplir con el Evangelio: “Al que mucho se le dio, mucho se le pedirá” (Lc 12, 48).

La tradición patriarcal ha naturalizado la autoridad como santidad y el silencio como fidelidad. Negar el acceso de las mujeres al sacerdocio, deslegitimar la voz laica y consolidar el poder masculino perpetúa un clericalismo incompatible con el Evangelio. Jesús no buscó jerarquía, buscó servicio; no midió la bondad por obediencia, sino por compasión. La Iglesia que ignora este principio sigue apagando la luz de Cristo mientras protege su prestigio.

El Evangelio exige reparación y autocrítica: Zaqueo devuelve cuatro veces lo que defraudó (Lc 19, 8), Pedro llora su traición, la mujer adúltera recibe cuidado y transformación (Jn 8, 11). Una Iglesia que traslada al abusador, cuestiona a la víctima y protege estructuras no está cumpliendo la justicia evangélica.

Hoy, la Iglesia enfrenta la prueba de coherencia: no se trata de cifras ni de comparaciones externas, sino de mirar a la cara del dolor que ella misma ha generado. Las víctimas podrían decir: “Fui abusado, y trasladasteis al abusador; pedí justicia, y me disteis silencio; clamé verdad, y me ofrecisteis estadísticas y excusas”.

El verdadero escándalo no es el 0,2 %, ni los pecadores aislados: es la Iglesia que protege a los abusadores, duda de las víctimas, silencia el mal y se escuda en su jerarquía. Es la Iglesia que prefiere insultar al mensajero que enfrentarse a la verdad. Hasta que no reconozca su culpa y rompa este patrón de impunidad, seguirá crucificando al Evangelio con sus propias manos.

Pero la transformación auténtica no es solo sancionar casos individuales ni maquillar protocolos. Es necesario reformar las estructuras que sostienen el silencio y el poder absoluto, abrirse a la escucha de las víctimas y asumir la corresponsabilidad de toda la comunidad, para que la autoridad no se confunda con privilegio, y la palabra de la Iglesia se alinee con la justicia y la compasión que Jesús enseñó. Solo entonces podrá reconciliar su misión con el Evangelio y servir verdaderamente a los que confían en ella.

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