Jorge Guadalix y el verdadero pecado de la Iglesia

Jorge Guadalix y el verdadero pecado de la Iglesia

Nunca pasa nada”. Así se lamenta Jorge Guadalix al hablar de la Iglesia y de lo que él considera la decadencia moral de algunos sacerdotes. Nunca pasa nada… salvo que alguien se atreva a cuestionar la rigidez de una moral sexual levantada sobre dogmas caducos. Entonces, sí que pasa: se alzan voces como la suya, cargadas de indignación, con un catecismo en la mano como si fuera un martillo.

Guadalix sostiene que cualquier relación sexual fuera del matrimonio es automáticamente pecado mortal. Yerra de raíz. Porque lo que él llama fidelidad a la doctrina no es más que la repetición mecánica de una tradición obsesionada con controlar los cuerpos. Desde hace siglos, la institución eclesial ha pretendido domesticar el cuerpo, imponer silencio sobre el deseo y reducir la sexualidad a un campo de batalla.

Jorge Guadalix insiste en que “nadie ha dicho que vivir la castidad perfecta sea sencillo, pero es obligatorio”. Sin embargo, lo que él plantea no es un camino de fe, sino un sistema de control, un marco en el que el amor solo vale si pasa por el filtro de un sacramento, mientras todo lo demás es degradado a pecado. Así se ignora que en la vida real lo que cuenta es el respeto, la fidelidad, la ausencia de engaño y la capacidad de amar de manera sincera.

El reverendo yerra cuando convierte en sospechosas todas las formas de amor que no encajan en el molde canónico. Olvida que durante siglos las comunidades humanas se unieron y criaron hijos sin necesidad de un sacerdote. Olvida que el amor no necesitaba permisos eclesiásticos para ser verdadero y que sigue sin necesitarlos.

Su escándalo aumenta al hablar de la masturbación. Escribe con desprecio sobre sacerdotes que se atrevieron a decir que puede ser vivida como forma de gratitud a Dios. Pero lo que él llama blasfemia es, en realidad, la voz de quienes buscan reconciliar su fe con su experiencia humana. Porque, a diferencia de lo que sostiene Guadalix, el autoconocimiento del cuerpo, el placer y la gratitud por la vida no son pecados: son parte de lo que hace humana a la persona.

Guadalix carga contra lo que él llama “caída intolerable”, pero calla sobre lo que sí ha destruido comunidades enteras: abusos silenciados, obispos encubridores, cardenales que prefirieron proteger instituciones antes que a las víctimas. Aquí sí que “nunca pasa nada”, pero sobre eso no alza el mismo grito.

También yerra cuando mide la fe solo por la rigidez sexual. Su discurso se obsesiona con genitales y alcobas, como si el Evangelio se redujera al sexto mandamiento. En cambio, nada dice de la justicia, de la violencia estructural, de la corrupción que corroe a la Iglesia desde dentro. No hay pecado mortal —según sus escritos— en destruir comunidades, pero sí en que dos personas se amen fuera del matrimonio. Esa es la incoherencia que no explica.

Lo escandaloso no es que un sacerdote hable de sexualidad como oración, lo escandaloso es que Guadalix lo condene con tanto ardor, mientras elude pronunciarse con la misma dureza frente a las miserias internas de la Iglesia. Su “pecado mortal” no es más que el viejo pecado de siempre: convertir la vida y el amor en materia de sospecha, mientras la verdadera podredumbre se protege bajo sotana.

Este parroco afirma con solemnidad: “Lo que toda la vida ha sido pecado mortal deja de serlo”. Pero se equivoca: lo que toda la vida ha sido no es la voz de Dios, sino la construcción cultural de una institución que necesitaba controlar conciencias. Llamar “pecado” al amor humano es un error teológico, pastoral y humano.

Lo que millones de creyentes esperan no es lo que Guadalix predica: no un listado de prohibiciones, sino acompañamiento, respeto, reconocimiento de la dignidad de sus vidas y de sus cuerpos. La sexualidad no es un campo de batalla, sino una dimensión profunda del ser humano, donde también puede habitar lo divino.

Por eso, el verdadero pecado hoy no es la sexualidad fuera del matrimonio, como repite Guadalix. El verdadero pecado es la rigidez que asfixia, el miedo que condena, la hipocresía que tapa los abusos mientras se persigue a quienes aman con libertad. El pecado es un sistema que convierte en culpables a los fieles y en intocables a los poderosos.

Jorge Guadalix se equivoca: sí pasa algo, y es que la Iglesia está perdiendo credibilidad cada vez que convierte en enemigos a quienes simplemente aman. Quizá ha llegado la hora de dejar de llamar “pecado” a la vida, y de empezar a llamar por su nombre al único escándalo que destruye: la hipocresía institucional.

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