Jesús y los homosexuales: El Reino frente al sistema

Jesús y los homosexuales: El Reino frente al sistema

Jesús no fue un moralista, fue un profeta. No vino a reforzar estructuras religiosas ni a controlar la conducta sexual de las personas, sino a inaugurar el Reino de Dios, una nueva forma de vida basada en la dignidad, la justicia y la misericordia (Lucas 4:18-19). En ese Reino, lo esencial no es la orientación de nadie, sino la apertura al otro, la entrega y el amor que libera (Juan 13:34-35).

En el corazón del Evangelio no hay una ley, hay una persona: Jesús. Y este Jesús no impone condiciones previas para amar, acoger o salvar. Los Evangelios lo muestran atravesando todos los límites impuestos por el sistema religioso: toca lo impuro (Marcos 1:40-41), bendice lo rechazado (Lucas 7:36-50), se sienta con lo prohibido (Mateo 9:10-13). Lo que para la religión oficial era pecado, para Jesús era herida. Y a las heridas, Él no responde con condena, sino con compasión activa (Mateo 12:7).

En su tiempo, el sistema del templo clasificaba, separaba, excluía. Jesús subvirtió ese sistema desde dentro. No vino a “sanar” a los diferentes para que encajaran, vino a proclamar que el Reino ya les pertenecía (Mateo 5:3; Lucas 6:20-21). En sus parábolas y en sus gestos, siempre revierte la lógica del poder: los últimos son primeros (Mateo 20:16), los marginados son los preferidos (Lucas 14:13-14), los despreciados son llamados bienaventurados (Mateo 5:10-12).

Desde esta lógica, no es posible imaginar a Jesús excluyendo a las personas homosexuales. Él nunca convirtió la diferencia humana en obstáculo para el amor. La sexualidad no fue para Jesús un criterio de juicio. Lo fue el hambre, la injusticia, la opresión, el orgullo religioso, el dinero convertido en ídolo (Lucas 16:14-15; Mateo 23:23-28).

El problema no es la homosexualidad. El problema es usar a Dios como excusa para excluir. Jesús desenmascaró esa tentación cuando denunció a los que “atan cargas pesadas sobre los demás y no mueven un dedo para aliviarlas” (Mateo 23:4). Eso sigue ocurriendo cuando se reduce el cristianismo a un sistema de normas donde ciertas vidas quedan fuera por decreto eclesiástico.

El Evangelio no es neutral: toma partido. Siempre a favor del débil (Mateo 25:40). No ofrece una ética abstracta, sino una praxis de liberación. A los ojos del sistema, Jesús fue peligroso porque no obedecía normas, obedecía al amor (Marcos 2:27-28). Y el amor —vivido como don y acogida del otro en su diferencia— es lo que muchos homosexuales han tenido que defender frente a iglesias que predican misericordia pero practican exclusión.

El Reino que Jesús anuncia no es un cielo futuro, sino una transformación radical del presente (Lucas 17:21). No es una promesa para después de la muerte, sino una comunidad nueva que nace desde los márgenes (Lucas 15:1-2), donde nadie queda fuera por su cuerpo, su deseo, su historia. El Reino no es la ampliación del templo, sino su superación: ya no se adora a Dios desde la ley del sacrificio, sino desde la justicia que restaura (Juan 4:21-24).

La homosexualidad, en este marco, no es un problema que el Reino venga a corregir. Es una de tantas expresiones de la condición humana que, cuando se vive desde el amor, se convierte en signo de Dios. El Reino no necesita que los homosexuales cambien. Necesita que cambie la Iglesia. Que deje de vigilar la carne para empezar a cuidar el alma. Que abandone la obsesión por la norma para abrazar el escándalo del Evangelio: Dios está donde el sistema dice que no puede estar (Hechos 10:34-35).

Por eso, Jesús no pregunta por la orientación, sino por el corazón (Mateo 15:18-19). Y el corazón del cristianismo no es el miedo al pecado, sino la confianza en que Dios ya ha tomado partido: con los pobres, con los heridos, con los que han sido expulsados por un poder que usa la fe como herramienta de control (Lucas 6:22-23). En ese espacio, la comunidad homosexual no es objeto de juicio, sino sujeto de gracia.

Y, sin embargo, cuánto dolor ha sembrado la Iglesia en quienes sólo querían amar sin miedo. Cuántos jóvenes han crecido en silencio, sintiéndose malditos, no por Dios, sino por los que hablan en su nombre. Cuántas madres han tenido que ver a sus hijos apartarse del Evangelio porque la Iglesia les negó un lugar digno. Cuántos han pensado que su vida era un error, cuando lo único que era un error era la mirada que los condenaba. Ese sufrimiento no es anecdótico, es una herida abierta en el corazón mismo del cristianismo. Y mientras no se cure, el Evangelio seguirá siendo traicionado desde dentro.

Jesús no excluyó a nadie. La Iglesia tampoco debería hacerlo. No hay justificación teológica, pastoral ni humana para mantener viva una violencia que hiere en nombre de Dios. Basta. Ya es hora de volver al Evangelio.

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