Lo que hasta hace meses parecía imposible —ver a Espinosa de los Monteros abrazado por la cúpula del Partido Popular— es ahora una realidad insultante para quien conserve algo de memoria política. Atrás quedaron las soflamas de Tellado, las diatribas de Feijóo y los cortes de mangas dialécticos entre Génova y la vieja cúpula de Vox. Donde antes hubo palabras como “radical” y “extremista”, hoy hay palmaditas en la espalda, sonrisas y la puesta en marcha de una maquinaria perfectamente calculada con un único objetivo: echar a Sánchez de La Moncloa, sea a costa de lo que sea.
La estrategia no esconde su crudeza ni su indecencia. El Partido Popular ha dejado claro que, en su desesperación por sumar fuerzas, toda frontera ideológica puede saltar por los aires si el botín es el Gobierno de España. Feijóo, ese adalid de la moderación que juraba no cruzar ciertas líneas, se ha lanzado con entusiasmo a cortejar a quien hasta hace un suspiro era la bestia negra de la “España sensata”. Espinosa es recibido con los brazos abiertos, como si la historia reciente de acusaciones y portazos jamás hubiera existido.

Miguel Tellado, ajeno por completo a la ironía, abandona el personaje de aguafiestas para convertirse en anfitrión del think tank “Atenea”. Lo que ayer era anatema, hoy es “bienvenido a casa”; lo que se mascaba con desprecio, ahora es útil para la causa. El PP apadrina cada idea, legitima cada propuesta, bendice cada nuevo paso de Espinosa de los Monteros en la arena pública, sin el más mínimo rubor por los bandazos dados.
La operación es tan transparente como cínica: el mensaje es claro para la derecha desencantada. Vox es un traje chico para los sueños de grandeza del PP. Espinosa de los Monteros se exhibe como ejemplo del que “sabe sumar para España”, mientras Génova convierte las viejas guerras de la derecha en meros recuerdos difusos que conviene enterrar. Los populares se han lanzado a por el electorado que aún flirtea con Vox, sabiendo que ahí está el millón de votos que puede inclinar la balanza nacional. Para lograrlo, todo vale: alianzas, rehacer amistades y, por supuesto, reescribir la historia a conveniencia.
El discurso oficial repite que lo importante ahora es “aportar soluciones” y “abrir un debate de regeneración”. Pero la regeneración que anuncian es pura cosmética. La verdadera jugada es amarrar el bloque, sumar activos y presentar la imagen de una derecha fuerte, musculada, imbatible en el objetivo de desalojar a Sánchez. Ni Vox ni sus viejos fantasmas internos serán ahora un obstáculo: no hay espacio para la memoria cuando se juega el asalto final.
Feijóo parece haber entendido que, para llegar a la Moncloa, la pureza ideológica sólo estorba. El PP gana presencia, músculo mediático y base social con la operación Espinosa. Tellado abandona su disfraz, se calza el traje de hombre de Estado y asume que las palabras se las lleva el viento, pero los votos se quedan. La antigua crítica de que Espinosa era “demasiado ultra” se ha archivado: la realidad del calendario electoral ha impuesto su lógica.
Mientras, el nuevo tándem sonríe, posa para la prensa y se presenta como el equipo del cambio, de la España posible, de la solución a todos los problemas que el PP denuncia con vehemencia cuando gobierna otro. Lo cierto es que, tras este abrazo, no queda nada de la vieja doctrina: el PP se ha convertido en un partido sin memoria, dispuesto a pasar por encima de lo que sea para recuperar el poder.
Este pacto, camuflado de foro de ideas y buen rollo, es la prueba definitiva de que la moral política sólo es un decorado, y que el odio al adversario puede más que cualquier viejo orgullo partidista. Feijóo, Tellado y Espinosa representan la nueva derecha española: pragmática hasta la náusea, amnésica cuando conviene, implacable en su ambición. Mientras tanto, los ciudadanos ven cómo lo que ayer era impensable hoy se celebra como genio estratégico, y lo que fue disputa ideológica se transforma en foto de familia, con una única consigna: todo por echar a Sánchez… y que arda la memoria.