El altar de los espejos: cuando la rebeldía se viste de sotana

El altar de los espejos: cuando la rebeldía se viste de sotana

En una pequeña capilla de piedra, de esas que parecen susurrar siglos de tradición, ocurrió una escena digna de una obra de teatro postmoderna. Allí, entre flores naturales cuidadosamente colocadas y estolas de todos los colores del espectro visible (y alguno invisible), se celebró con solemnidad autoimpuesta la ordenación episcopal de Cristina Moreira, una figura que ha hecho de la contradicción su hábito litúrgico.

Sí, estimado lector. En pleno siglo XXI, mientras el mundo arde entre guerras, IA y redes sociales, un grupo de personas decidió recrear un simulacro episcopal con el aura de legitimidad que solo puede conferir un buen encuadre de foto y un puñado de seguidores en Facebook.

La escena es casi conmovedora. Las túnicas blancas ondean como si el Espíritu Santo hubiese decidido manifestarse en forma de ventilador. Hay gestos de recogimiento, manos elevadas en perfecto ángulo de consagración, y un altar decorado con mimo, como si en lugar de romper con la tradición, se estuviese preparando una Primera Comunión. Todo está cuidadosamente dispuesto para evocar, imitar y replicar… aquello que estas mismas personas se han pasado años denunciando.

Porque, y aquí viene la ironía de fondo: estas mujeres y hombres proclaman luchar contra el patriarcado clerical, contra la verticalidad jerárquica, contra el machismo estructural de la Iglesia católica. Y sin embargo, en cuanto pueden, se enfundan los mismos ornamentos, se suben al mismo altar, hacen los mismos gestos y repiten las mismas fórmulas. ¿Dónde quedó la creatividad profética?

Parece que la «reforma» no consistía tanto en cambiar estructuras, sino en replicar las mismas con otros rostros y otras voces, pero con el eco intacto de Roma. Es como si hubieran querido escribir un manifiesto revolucionario… con la máquina de escribir del Papa.

En el centro de todo está Cristina Moreira, una mujer que ha construido su figura pública como resistente al clericalismo, como mártir del “no nos dejan ser”. Ahora, tras años de celebraciones ilegítimas, finalmente recibe su ordenación episcopal en un acto sin validez canónica, sin reconocimiento sacramental, pero con todo el ritualismo del que presume la institución que tanto critica.

Moreira se convierte así en obispa (sí, con «a», faltaba más), en un evento que parece sacado de una reunión de cosplay religioso. ¿Qué sentido tiene tomar un título que proviene de una estructura jerárquica contra la que se lucha? ¿No es, acaso, como protestar contra el sistema capitalista abriendo tu propio banco?

La respuesta parece estar en la imagen misma: se trata más de representar que de transformar. La escena no busca romper moldes, sino reconstruirlos con otros nombres. La rebeldía, aquí, ha mutado en fotocopia.

No podía faltar en esta ceremonia el siempre presente Vitorino, apóstol del progresismo litúrgico, cruzado de las causas más estéticamente provocadoras. Allí está, con sus manos alzadas, como si invocara algo más que un sacramento inválido: invoca relevancia. Porque en estos círculos, lo simbólico vale más que lo efectivo, lo teatral más que lo teológico.

La presencia de Vitorino da a la escena una especie de aprobación tácita. Es el sello de “aquí estamos los que entendemos”. Su carrera de opositor sistemático a todo lo que huele a Roma lo ha llevado, paradójicamente, a mimetizarse con la misma Roma que combate. Porque no hay nada más romano que una buena mitra, una copa de cáliz, y un altar elevado. Pero ahora con flores moradas y estolas arcoíris.

Al ver esta imagen, uno no puede evitar preguntarse: ¿estamos ante una revolución teológica o ante una parodia solemne? ¿No es profundamente contradictorio buscar una «Iglesia nueva» usando los mismos moldes, los mismos cargos, los mismos sacramentos? ¿Dónde quedó aquello de “hacer nuevas todas las cosas”?

Porque lo que esta escena refleja, más allá de los nombres y las intenciones, es una profunda necesidad de validación dentro del mismo sistema que se rechaza. En lugar de caminar hacia nuevos modelos de comunidad, se intenta reproducir la vieja maquinaria, pero cambiando a los operarios.

La crítica profética ha sido domesticada. El gesto disruptivo se ha convertido en liturgia alternativa, cuidadosamente coreografiada. La desobediencia ha perdido su filo, y en su lugar, ha ganado… una casulla.

Y así llegamos al clímax tragicómico: la misa paralela como performance, la “obispa” como actriz principal en un drama en el que el público aplaude sin saber si está en una parodia o en un manifiesto. Pero no importa, porque en este nuevo paradigma, lo importante no es lo que se consagra, sino quién aparece en la foto.

Quizá ese sea el verdadero sacramento que se celebra aquí: el de la autoafirmación. El altar ya no es un lugar de sacrificio, sino un set de grabación. El cáliz ya no contiene vino, sino visibilidad. Y la imposición de manos ya no invoca al Espíritu Santo, sino al algoritmo de las redes sociales.

Todo se parece mucho a lo anterior, salvo por un detalle: ya no se cree en lo invisible, solo en lo publicable.

Aquí ya no hay milagros, hay marketing. La fe ha sido sustituida por hashtags, y la misión apostólica por comentarios con emojis. El humo de incienso ha sido reemplazado por el vapor de una máquina de likes. Y mientras tanto, los que pedían “una Iglesia con rostro de mujer” parecen haberse conformado con una fotocopia clerical con pestañas postizas y filtro de Instagram.

La misa ha terminado. Podemos postear en paz.

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