Desde Molleda, Asturias
Se abre el camino como una herida,
lenta, callada, infinita,
y yo camino sobre él como quien se va descalzo por dentro,
dejando cada paso clavado en la tierra húmeda,
como si al marcharme me arrancara de raíz.
Molleda no dice nada,
pero lo sabe todo.
Sus prados verdes, sus árboles quietos,
su casa roja al fondo, con alma propia,
han sido testigos del amor más limpio que un hombre puede conocer.
Allí, detrás de esos muros que parecen pintados por el amor,
queda Maite.
Ella, que no es solo una mujer,
es una forma de amar que ya no se encuentra.
Un alma que no necesita gritar para ser oída,
porque su silencio abraza, calma, sostiene.
Maite tiene en los ojos la inocencia que el mundo intenta arrebatar,
pero que en ella resiste como flor de alta montaña.
Es niña en la risa,
madre en el gesto,
amiga en la mirada,
compañera en cada pausa.
Con ella no se ama a medias.
Con Maite, se ama con los huesos,
con el alma, con la memoria, con los sueños.
Ella no pide, da.
No exige, entrega.
No retiene, confía.
¿Cómo se deja atrás a alguien así?
El camino de salida no es solo una senda de piedra.
Es una despedida constante,
una pregunta sin respuesta,
un nudo en la garganta que no se deshace ni con todos los paisajes del mundo.
Y mientras el coche avanza,
mientras la casa se hace pequeña entre los campos,
yo la imagino en la puerta, quieta, con esa dignidad que parte el alma,
con esa dulzura que no dice “no te vayas”,
pero lo grita todo con la fuerza de su silencio.
Porque el amor que siento por Maite no cabe en los labios,
ni en las cartas, ni siquiera en los versos.
Es un amor que duele por puro,
que pesa por verdadero.
Amarla es haber conocido lo más alto del alma humana.
Es saber que existe la belleza sin trampa,
la ternura sin doblez,
la mujer que es tierra, hogar y cielo al mismo tiempo.
Y ahora me voy.
Pero no soy el mismo.
Este camino ya no es salida: es promesa.
Promesa de volver,
de no olvidar,
de guardar su nombre como una oración bajo la lengua,
como un refugio que me espera siempre al final de todos mis inviernos.
Porque donde esté Maite, estará mi norte.
Y donde esté Molleda,
aunque esté lejos,
yo estaré un poco también.