Hablar hoy de pecado puede parecer un lenguaje desfasado, propio de otros tiempos o de una moral culpabilizante que ha perdido vigencia. Sin embargo, más allá de la palabra, la experiencia del mal, de la injusticia, del sufrimiento causado por acciones humanas, sigue profundamente presente. Esta realidad nos lleva a preguntarnos, desde una perspectiva cristiana, por el sentido del pecado, no como simple trasgresión de normas, sino como ruptura del misterio último de la vida: Dios.
El pecado no puede entenderse de manera aislada, como un simple error individual. A diferencia del error o la equivocación, el pecado introduce una dimensión teológica: implica una fractura radical con el fundamento mismo del ser, con Dios. No se trata de una culpa puntual, sino de una actitud que afecta lo más hondo de la existencia, una negación de la gracia que constituye al ser humano. El pecado es, por tanto, inseparable de la libertad, pero también de la posibilidad del don: sólo puede hablarse de pecado si existe gracia. Y es precisamente la revelación del amor divino en Jesús lo que permite entender de forma plena el pecado, no desde la condena, sino desde la posibilidad del perdón.
Desde el relato bíblico, el pecado aparece en múltiples formas. En el Génesis, se expresa como desobediencia, como ruptura de la armonía originaria. En la tradición profética, se vincula con la injusticia y el olvido de Dios. Y en los libros apócrifos como Henoc, se asocia a lo demoníaco, a fuerzas oscuras que desbordan la voluntad humana. Esta visión fatalista del pecado, como una tragedia inevitable, conecta con una intuición existencial profunda: el ser humano nace en un mundo atravesado por el mal, por dinámicas que muchas veces lo superan. Pero en el cristianismo esta fatalidad se transforma: no estamos condenados a repetir el mal, porque la gracia ha irrumpido en la historia.
En este sentido, Jesús marca un giro radical. Lejos de enfocarse en los pecados individuales o rituales, su atención se dirige al pecado estructural, social, encarnado en la marginación, la enfermedad, la exclusión. Para él, el pecado no es tanto una culpa privada, como una herida colectiva. Jesús no viene a condenar, sino a liberar. En su bautismo, lejos de descubrirse pecador, se experimenta como Hijo amado por Dios. Esta experiencia fundante cambia toda su mirada: ya no se trata de temer el juicio de Dios, sino de anunciar su Reino como una presencia de amor que restaura, que sana, que perdona.
Así, la lucha de Jesús contra el pecado no adopta formas de violencia o imposición. Es una guerra paradójica: la guerra del amor. Frente a los poderes que oprimen y destruyen, él ofrece compañía, consuelo, ternura. Frente al miedo, propone la confianza. Y es precisamente porque no está atrapado en el pecado que puede ver con claridad su presencia devastadora en el mundo: la exclusión, el legalismo, la opresión religiosa o política, la muerte de los inocentes.
En este punto, es inevitable hablar del daño causado por una predicación centrada en el miedo, en la amenaza del infierno, en la obsesión por el castigo. Muchas almas han sido intoxicadas por una religión del temor, donde la culpa reemplaza al amor y el cumplimiento externo a la libertad interior. Esta deformación del mensaje cristiano ha oscurecido la verdadera novedad que Jesús trae: el anuncio gozoso de un Dios que perdona, que se da, que no necesita ser apaciguado, sino acogido. El miedo ha encadenado a muchos, pero la gracia los puede liberar.
Jesús no habla del castigo de Dios, sino de su perdón incondicional. No condena, sino que acoge. De esta forma, carga con los pecados del mundo, no como víctima pasiva, sino como expresión suprema de un amor que asume incluso la muerte. La cruz no es signo de derrota, sino de revelación. En ella se encuentran dos movimientos: el pecado humano que busca eliminar al inocente, y el amor de Dios que no se deja vencer. El hombre ha matado al Hijo, pero el Padre responde con vida.
Este acontecimiento, interpretado por la comunidad cristiana primitiva y especialmente por Pablo, da lugar a la idea de pecado original, no como herencia biológica o mancha moral, sino como una verdad histórica y existencial. El pecado original no es que nacemos ya culpables, sino que nacemos dentro de una historia marcada por el mal que los seres humanos han elegido. Esa historia tuvo su expresión suprema cuando la humanidad, representada por poderes religiosos y políticos, decidió matar al inocente, apagar la luz, callar la verdad. El pecado original es esa tendencia continua de la humanidad a destruir la gracia, a no soportar la bondad encarnada, a rechazar la compasión cuando se vuelve demasiado real.
Pero también en esa misma historia se manifiesta la posibilidad del perdón absoluto: Dios no responde con venganza, sino con resurrección. No destruye a los asesinos de su Hijo, sino que sigue llamándolos, amándolos, dándoles nueva vida. En esto se revela el verdadero rostro de Dios: no como juez implacable, sino como Padre que abraza incluso cuando ha sido herido.
Este mensaje es profundamente liberador. No somos definidos por nuestro pecado, sino por la gracia que nos llama más allá de él. El pecado original no es una maldición que nos arrastra inevitablemente, sino una llamada a despertar: a no repetir la muerte del justo, a no matar lo inocente que aún vive en nosotros y en el mundo, a dejar que la luz de la resurrección transforme nuestra historia. No estamos condenados, estamos llamados a cambiar. El perdón no es el punto final, sino el comienzo de algo nuevo.
Por eso, la cruz no es sólo memoria de dolor, sino anuncio de gracia. No podemos pensar el pecado sin la certeza de que la gracia es más fuerte. La historia de Jesús no termina en el fracaso, sino en la transformación. Donde el hombre ha puesto muerte, Dios pone vida. Y esa es la última palabra: el amor que, sin negar el pecado, lo trasciende.
En este marco, hablar de pecado hoy no significa juzgar o culpabilizar, sino reconocer la gravedad de nuestras acciones, la herida que provocamos al mundo y a los otros. Pero también implica abrirnos a la esperanza de que no estamos solos, de que hay una gracia que nos sostiene. Jesús nos ha mostrado que el perdón no es un premio para los buenos, sino el punto de partida de una vida nueva. Porque sólo desde la certeza del amor podemos enfrentar de verdad nuestro pecado, y comenzar a sanar.