En lo alto de la sierra peruana, donde el camino no se mide en kilómetros sino en horas a caballo, un joven misionero agustino llamado Robert Francis Prevost —hoy Papa León XIV— escuchó la voz más sensata de su vida: la de una anciana que no entendía por qué su parroquia católica estaba cerrada en Navidad, mientras los evangélicos cantaban en una iglesia iluminada.
El misionero, con buenas intenciones pero la respuesta automática, dijo:
—No tenemos sacerdotes para venir a celebrar.
—¿Y eso qué importa? —le respondió la mujer— Aquí hay cristianas y cristianos que podemos cantar canciones y rezar juntos.
Y así se encendió la chispa. Monseñor Prevost organizó comunidades guiadas por catequistas laicos, hombres y mujeres, que reunían al pueblo cuando el sacerdote no podía llegar. Rezos, cantos, lectura de la Palabra, encuentros comunitarios… lo esencial, sin clericalismos. Como dijo el Concilio Vaticano II en Lumen Gentium: donde los fieles se reúnen en nombre de Cristo, aunque no haya sacerdote, allí está la Iglesia de verdad.
Mientras tanto, en Ferrol, el contraste duele. La parroquia de Santa Cruz de Canido, con una comunidad fiel y mayor en su mayoría, fue cerrada. No por falta de devoción, sino por decisión de su párroco, que rechazó la colaboración de una persona laica formada y comprometida para mantener viva la comunidad con celebraciones de la Palabra. La respuesta fue un «no» tajante. No se podía. No se debía. No convenía.
Aunque el obispo Luis Ángel de las Heras sí visitó Canido, no actuó para revertir el cierre. No ofreció alternativas. No exploró nuevas formas. En su lugar, los fieles fueron redirigidos a la parroquia cercana de San Rosendo. Pero muchos de ellos son mayores, y aunque la distancia no sea enorme, en invierno, con frío y lluvia, les resulta difícil salir de casa para asistir a misa.
Y aquí entra en escena la gran «solución»: las unidades pastorales. Un modelo organizativo que se presenta como renovación, pero que a menudo no es más que una estructura administrativa para gestionar la escasez, no para alimentar la fe.
Agrupar parroquias bajo un solo cura que corre de un lado a otro como bombero pastoral no es pastoreo: es logística.
La unidad pastoral —tal como se ha aplicado en esta diócesis— centraliza, unifica, agota… pero no construye comunidad. Y cuando el sacerdote cae enfermo, como ha sucedido, todo el entramado se tambalea.
¿Qué pasará cuando tampoco haya quien tome el relevo en San Rosendo?
¿Nos inventaremos otra «unidad» más grande? ¿Un sacerdote por comarca, conectado por videollamada? ¿Y los ancianos que ya no pueden desplazarse ni entender la misa retransmitida?
El modelo de unidad pastoral —tan del gusto de despachos eclesiásticos— olvida que la fe no se gestiona por Excel ni se atiende con mapas de parroquias fusionadas.
La fe se alimenta en la cercanía, en el encuentro, en el acompañamiento mutuo. Y eso no se improvisa. No basta con reordenar las piezas cuando el corazón de la Iglesia —la comunidad viva— está siendo desatendido.
El clericalismo, por su parte, se muestra con todo su esplendor cuando un sacerdote decide quién lee, cómo se canta y qué se puede bendecir. En alguna parroquia los fieles lo saben bien.
Primero fue el escándalo de los ramos: una mujer, con cariño y generosidad, preparó los ramos para el Domingo de Ramos, como había hecho durante años. Pero el sacerdote se negó a bendecirlos. ¿El motivo? “No tengo tiempo.”
Claro, bendecir unos ramos lleva sus segundos, y ya se sabe que en la jerarquía del Reino de Dios el reloj puede más que el corazón.
Luego viene el coro. O mejor dicho, el desmantelamiento del coro. Que si no afinan, que si no siguen el tono, que si no es digno… y uno a uno, los fieles cantores fueron callando.
Y por si faltaba algo, también se ha censurado la manera de leer de algunas lectoras. Que si se equivocan, que si no pronuncian bien… como si la proclamación de la Palabra exigiera un diploma de locución.
Pero eso sí: obediencia. Orden. Silencio. Porque aquí quien manda, manda.
¿Vale la pena mantener una parroquia abierta si está dirigida por alguien que apaga su comunidad?
¿No es más evangélico permitir que los fieles la mantengan viva por sí mismos, con creatividad, con alegría, con fe compartida?
Las parroquias no mueren por falta de sacerdotes. Mueren por exceso de clericalismo.
Mueren cuando se impone el control sobre la comunión, la norma sobre la vida, la forma sobre el fondo.
Mueren cuando se cierra una iglesia con llave, pero también se cierra el corazón de los que podrían abrirla.
Lo que entendió el «Padre Bob» en Perú fue claro: cuando no hay cura, lo que no puede faltar es comunidad.
Una comunidad que reza, que canta, que se consuela, que se escucha.
Eso es Iglesia. Aunque no lleve alzacuello. Aunque no haya misa.
Y eso, aunque le incomode al canonista, también es católico.
Tal vez sea hora de dejar de callar y empezar a construir desde abajo. Desde Canido, desde cada comunidad que aún respira, aunque le hayan cerrado las puertas.
Porque, como dijo aquella mujer andina:
—“Podemos reunirnos y cantar canciones.”