“La otra procesión: cruz sin cirios, esperanza sin himnos”

“La otra procesión: cruz sin cirios, esperanza sin himnos”

Van en fila. No hay incienso ni tambores. No hay túnicas bordadas ni pasos de madera dorada. Van en fila, bajo el sol o la lluvia, atravesando tierras que no los esperan, cruzando fronteras que los rechazan. Esta es la otra procesión. La que no se aplaude. La que no se celebra. La que no tiene banda de música, pero sí llagas. Y hambre. Y miedo.

Son inmigrantes. Negros, pobres, despojados. Caminan como en procesión, pero no llevan imágenes de vírgenes ni cristos, sino cicatrices. Algunos han cruzado desiertos, otros han surcado el mar en balsas de plástico. Todos cargan una cruz invisible, que no pesa menos por ser de carne y hueso. Van en fila, buscando un milagro que no llega, una posada donde ser recibidos, una tierra que los trate como personas.

¿No es esta la imagen más cruda de la Pasión?

Mientras nuestras calles se llenan de procesiones, incienso y solemnidad, hay otra procesión que se arrastra en silencio por los márgenes de Europa. No se detiene ante balcones ni recibe flores. Se tropieza con muros, se pierde en los centros de internamiento, se ahoga en el mar. Esta es la procesión del Cristo migrante, del Dios expulsado, del prójimo sin papeles.

No hace falta mirar mucho para ver la contradicción. El mismo pueblo que se emociona con una saeta, que llora ante una talla de Cristo lacerado, es el que al día siguiente se encoge de hombros ante el cayuco que naufraga, el centro de internamiento que se desborda, el campamento que arde. ¿Qué Evangelio estamos viviendo? ¿A qué Dios estamos adorando?

Porque el verdadero Dios, el que se hizo carne, también fue migrante. Nació sin casa, huyó a Egipto como refugiado, vivió en Galilea, tierra despreciada. Y acabó fuera de los muros, crucificado como un criminal. No es coincidencia. El Evangelio no se escribe desde los palacios ni desde las tribunas del poder, sino desde los márgenes, desde las cunetas donde yacen los descartados.

Hoy, los inmigrantes negros que caminan en fila son sacramento de ese Cristo. No un símbolo piadoso, sino una presencia viva. Su paso por nuestras tierras, por nuestras fronteras y alambradas, es juicio y es gracia. Juicio porque nos enfrentan a la verdad de nuestro egoísmo. Gracia porque nos ofrecen la oportunidad de redimirnos en la acogida.

Pero no queremos verlos. Nos incomodan. Nos trastocan la conciencia. Preferimos la religión domesticada, las cofradías con orden y brillo, los pasos que duran lo que dura una procesión. Nos cuesta asumir que el cuerpo de Cristo sigue siendo golpeado, y que esta vez no es madera ni escultura, sino piel negra, mirada rota y pies descalzos.

¿Dónde está la Iglesia? ¿Dónde están los creyentes?

Algunos pocos, los de siempre, los que han entendido que el seguimiento de Jesús no se mide por la misa dominical sino por la entrega al pobre, están ahí, en la frontera, en los márgenes. No por caridad, sino por justicia. No para dar limosna, sino para compartir pan, techo, lucha. Pero son minoría. La mayoría guarda silencio, o peor aún, justifica leyes injustas, criminaliza la pobreza, confunde seguridad con crueldad.

Necesitamos volver al Evangelio. Pero no al evangelio dulcificado, espiritualista, separado de la vida. Sino al Evangelio que quema, que incomoda, que denuncia. El Evangelio que une oración con acción, fe con compromiso, culto con justicia. Porque sin eso, nuestras procesiones son teatro. Y nuestras oraciones, ruido vacío.

La teología que nace del sufrimiento, como la que han vivido muchos de nuestros hermanos en América Latina o África, sabe que Dios no está en el trono, sino en la calle. Que no bendice a los poderosos, sino que exalta a los humildes. Esa teología, viva, encarnada, nos grita hoy desde los pasos inciertos de los migrantes. Nos grita: “No se puede amar a Dios y despreciar al extranjero. No se puede comulgar con Cristo y cerrar la puerta al que llama”.

Cada vez que un inmigrante es rechazado, Cristo vuelve a ser crucificado. Cada vez que se le acoge, se cumple el Reino. No hay término medio. No hay neutralidad cristiana posible ante el sufrimiento del otro.

Por eso, cuando veas pasar esa procesión que no está en el programa oficial, que no tiene banda ni costaleros, párate. Mírala. Escucha. Porque quizás ahí, justo ahí, está Dios pasando. Como siempre, disfrazado de pobre. Como siempre, sin aplausos. Como siempre, en silencio. Pero con la esperanza viva de que alguien, por fin, lo reconozca.

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