Gracias, Cardenal Cobo: el Evangelio aún respira en la Iglesia

Gracias, Cardenal Cobo: el Evangelio aún respira en la Iglesia

“No opriman al extranjero. Ustedes saben lo que es ser extranjero, porque extranjeros fueron en Egipto” (Éxodo 23,9)

Mientras miles de hermanos y hermanas cruzan mares y desiertos huyendo del hambre, la esclavitud sexual, la guerra o la miseria más atroz, algunos obispos se permiten levantar la voz no para consolar, sino para condenar. En los últimos tiempos, hemos escuchado declaraciones preocupantes —por no decir escandalosas— de figuras eclesiásticas como el arzobispo Jesús Sanz Montes, que han preferido sembrar el miedo en lugar de la esperanza, y levantar muros en vez de tender puentes.

Frente a esta actitud de rechazo, el cardenal José Cobo ha alzado la voz en el Foro de La Razón, recordando lo que nunca debió olvidarse: quien viene en patera no es un delincuente, es un ser humano que huye del infierno. Con palabras que huelen a Evangelio y no a ideología, José Cobo clamó por un pacto de Estado que afronte la realidad migratoria con dignidad, humanidad y justicia. “¿No la vamos a acoger? ¿En qué cabeza cabe?”, se preguntaba al relatar el caso de una joven que huía desde Nigeria de las llamadas “granjas de mujeres”.

La pregunta no es retórica. Es profundamente bíblica. Es la misma que Dios lanzó a Caín después del primer fratricidio de la historia: “¿Dónde está tu hermano?” (Génesis 4,9).

¿Cómo puede ser que algunos que se llaman discípulos de Cristo miren con sospecha, e incluso con desprecio, al extranjero? ¿Qué parte de “Fui forastero y me acogisteis” (Mateo 25,35) no han entendido?

La Escritura es clara. El mandamiento de acoger al migrante no es una sugerencia: es un mandato divino. El mismo Dios que se revela en el Éxodo como el libertador de los esclavos, exige al pueblo de Israel que nunca olvide su propia historia: “No maltratarás ni oprimirás al extranjero, porque extranjeros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto” (Éxodo 22,21). En el Deuteronomio, incluso se ordena que el diezmo se destine al huérfano, a la viuda y al extranjero (Dt 14,29).

¿Y no es acaso Cristo mismo un migrante? Jesús nació en un establo porque “no había sitio para ellos en la posada” (Lc 2,7), huyó a Egipto con sus padres como refugiado político, y no tuvo “dónde reclinar la cabeza” durante su ministerio (Lc 9,58). ¿De verdad podemos mirar a los ojos a Cristo el Juez —cuando nos pregunte por los que murieron en el mar, por los que mendigan sin papeles en nuestras calles— y responder que “no sabíamos”?

Cobo lo dijo sin rodeos: “Nuestra Iglesia está cambiando, y está cambiando gracias a la migración”. Y tiene razón. Los que cuidan a nuestros mayores, los que recogen nuestra fruta, los que limpian nuestras casas y cocinan nuestros platos, son muchas veces personas sin papeles. ¿Y aún así hay voces que prefieren criminalizarlos antes que regularizar su situación? ¿Dónde queda entonces la justicia del Reino?

La migración no es una amenaza. Es una bendición. Es una oportunidad para redescubrir la catolicidad de una Iglesia que es madre de todos los pueblos, no solo de los “de siempre”. El Espíritu Santo no conoce fronteras, y sopla donde quiere. No seremos juzgados por nuestras declaraciones públicas, sino por el amor con el que tratamos al pequeño, al invisible, al migrante.

En un mundo polarizado y tentado por la indiferencia, la Iglesia debe ser testigo del amor que acoge, del abrazo que no discrimina, del pan que se comparte. Como dijo el papa Francisco, “todo migrante tiene un nombre, un rostro y una historia”. No son cifras, no son masas, no son “otros”. Son hermanos.

Frente a discursos duros, cobardes o directamente inhumanos, necesitamos pastores que hablen como Cristo, que “tengan entrañas” (Mt 9,36), que no teman ensuciarse las manos en el barro del mundo. Que lloren con los que lloran. Que abracen al que llega. Porque si no acogemos al extranjero, no estamos rechazando a un desconocido: estamos cerrando la puerta a Jesús.

Por eso, no podemos callar ante actitudes y palabras como las del arzobispo Jesús Sanz Montes y otros que, desde una posición eclesiástica privilegiada, promueven una visión excluyente, insensible y profundamente contraria al mensaje de Jesús. No es cristiano convertir al migrante en enemigo. No es evangélico alentar el miedo ni vestir la xenofobia con sotana. Esa línea ultra que algunos defienden con lenguaje piadoso es una traición al corazón del Evangelio.

Jesús no vino a fundar una Iglesia de poder, sino a anunciar el Reino de Dios: un Reino donde los últimos son los primeros, donde el extranjero es acogido como hermano, y donde nadie es descartado por su origen, su pobreza o su situación legal. Y cuando algunos obispos olvidan esto, no sólo están fallando a los migrantes: están negando al propio Cristo.

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