El sol apenas se alzaba sobre el luto mundial por la muerte del papa Francisco, cuando Federico Jiménez Losantos, el eterno justiciero del micrófono, se calzó su sombrero de sheriff moral y disparó desde su tribuna radiofónica con la puntería emocional de un francotirador bizco. Que el pontífice había muerto el día anterior, víctima de un ictus, poco importaba: Losantos ya estaba ahí, presto a sacar su vieja metralleta de tópicos y resentimientos para masacrar el cadáver ideológico del Papa, como quien se asegura de que el hereje no resucite.
“Por fin nos ha dejado”, exclamó con un alivio que ni un preso de Guantánamo sentiría al ver cerrar la cárcel. Y luego, por si alguien pensaba que se trataba de una concesión de descanso eterno, añadió: “Digo que nos ha dejado, pero no nos ha dejado en paz”. Federico, como siempre, no pierde la oportunidad de convertir cualquier acontecimiento humano en una excusa para vomitar su propia bilis, a la que ya debería embotellar y vender como vinagre balsámico de odio concentrado.
Pero claro, si algo define a este apóstol del rencor con voz de misa de funeral laico, es su capacidad para construir analogías que harían sonrojar a un estudiante de primero de lógica. Porque para Losantos, Jorge Mario Bergoglio —el mismo que predicó por décadas la misericordia, la humildad y la paz— pertenece, nada más y nada menos, a la “generación criminal de la extrema izquierda montonera peronista”. La frase tiene tanta carga ideológica y tan poco rigor histórico que parece sacada de una paella mal cocida de Wikipedia, Cuarto Milenio y La Razón.
No contento con eso, el bueno de Federico suelta que el peronismo es “una copia directa de Mussolini”. Así, sin matices, como quien dice que el helado de fresa es en realidad una sopa de rabo de toro. Su historia del siglo XX es un potaje con ingredientes echados a ojo: Lenin, Mussolini, Hitler y el catolicismo, todos al mismo caldero. Y si alguien pestañea, de pronto Franco “fue una broma”. Claro, el dictador que gobernó España con mano de hierro durante casi 40 años, según Jiménez Losantos, fue el equivalente a una travesura de colegio. ¿Qué será lo siguiente? ¿Decir que la Inquisición fue un juego de mesa mal entendido?
En su mundo alternativo, el pensamiento católico —ese que ha producido encíclicas sobre la justicia social, la dignidad humana y el rechazo del totalitarismo— es ahora culpable de fomentar la sumisión del individuo al Estado. Porque claro, si Bergoglio habló alguna vez de cuidar al pobre o proteger la Tierra, entonces ya es sospechoso de leninismo, fascismo y, por qué no, de haber redactado él mismo Mein Kampf entre dos homilías.
Hay que reconocerle a Losantos una virtud: su coherencia en el despropósito. En un país donde hasta los tertulianos cambian de opinión con la dirección del viento, él se mantiene firme en su cruzada contra todo lo que huela a compasión, pensamiento complejo o mirada global. Es el guardián del resentimiento, el perro viejo que ladra desde el fondo del patio ideológico español, por si alguien olvida que todavía está ahí, gruñendo contra el mundo que no cabe en su cuadrado de prejuicios.
Pero tal vez lo más ofensivo no sea su odio, que a estas alturas ya es una caricatura de sí mismo, sino la indecencia de su timing. Ni veinticuatro horas habían pasado desde la muerte de Francisco, y ya Federico estaba rematando el cadáver en público como un verdugo mediático sin el más mínimo respeto por la muerte, la figura papal o los millones de fieles que lloraban su pérdida. En ese gesto se resume todo: Jiménez Losantos no informa, ni siquiera opina. Lo suyo es un acto constante de profanación, una performance necrofílica en la que la palabra sirve para mancillar, no para dialogar.
Al final, uno se pregunta qué le ha hecho el mundo a Federico. ¿Qué oscuridad lo habita que necesita denigrar a un papa muerto para sentirse moralmente superior? ¿Qué carencia espiritual suple con cada exabrupto? ¿Qué miedo tan profundo le impide mirar al otro sin convertirlo en enemigo?
Quizá lo único que nos deja este episodio es la triste constatación de que, en medio de un momento de dolor compartido por millones, todavía hay quienes confunden libertad de expresión con vómito ideológico. Y ahí está Jiménez Losantos, una vez más, hablándole al espejo de su rencor, convencido de que el eco es la voz del pueblo.
Qué lástima que en su mundo sólo haya enemigos, espectros del pasado y cruzadas eternas. Qué pena que, cuando muere un papa, lo único que pueda ofrecer al mundo sea su propio resentimiento.
Y qué paz, por suerte, que las palabras de Federico ya no conmueven: solo retratan.
Porque Jiménez Losantos ya no es un periodista. Es una reliquia que nadie pidió conservar, un fósil parlante de la Transición que cree estar librando batallas morales cuando en realidad solo hace ruido con los huesos del pasado. Es el abuelo cebolleta de la ultraderecha radiofónica, atrincherado en una guerra que solo él cree estar ganando, disparando a todo lo que respira compasión, matiz o inteligencia.
Su odio es tan predecible como vulgar, tan rancio como una homilía franquista reciclada para TikTok. Lo único que sorprende de él es que aún haya quien lo escuche, no por respeto, sino como quien asiste a un accidente a cámara lenta: con horror, morbo y una pizca de vergüenza ajena.
Jiménez Losantos no habla. Rechina. No razona. Escupe. Y no opina. Desentierra cadáveres ideológicos para agitar su propia mediocridad.
Así que que se quede con sus delirios de cruzado, con su enciclopedia de odios anacrónicos, con su incontinencia verbal de bar de carretera. Que hable, claro que sí. La libertad de expresión incluye también a los bufones amargos. Pero que no espere respeto.
Porque a estas alturas, Federico, ya ni siquiera escandalizas.
Solo das pena.