“El Papa Francisco ha sido un regalo para nuestra Iglesia y para nuestra sociedad”, afirma Fernando García Cadiñanos al recordar con emoción la huella que deja su figura. Más allá de su papel institucional, lo que permanece es su rostro evangélico, su apuesta decidida por la misericordia, y su cercanía profunda a los más vulnerables. “Nos ha revelado el Evangelio desde su costado más humano, más compasivo, más encarnado”, subraya el obispo, como si en esas palabras se condensara el núcleo de un pontificado que quiso poner en el centro no las normas, sino las heridas del mundo.
Con su muerte, no desaparece un líder, sino que se silencia una de las voces que más claramente intentó recentrar la Iglesia en Jesús de Nazaret. En tiempos marcados por la fragmentación, los abusos de poder y la desafección espiritual, el Papa fue, para muchos, la figura que supo mirar hacia abajo. No para juzgar, sino para levantar. No para imponer, sino para acompañar.
La muerte del Papa ha sacudido al mundo católico no solo por el final de un pontificado, sino porque marca el cierre de una etapa que quiso –sin llegar a culminar– una reforma pendiente en el corazón mismo de la Iglesia. Con él se apaga una voz que intentó recentrar el mensaje cristiano en su fuente originaria: Jesús de Nazaret, su palabra, su compasión y su cruz, antes que en la estructura piramidal que desde hace siglos lo ha envuelto y, en muchos momentos, lo ha ocultado tras solemnidades, decretos y barreras dogmáticas.
Hoy, a pocas horas de su fallecimiento, resuena con fuerza el comentario del jesuita Pedro Miguel Lamet, quien ha sabido leer el gesto de este pontífice como una vuelta al Evangelio. Lamet ha señalado que el Papa colocó a Jesús en el centro, desplazando las lógicas de poder vaticano que marcaron el rumbo de sus predecesores. No ha sido una revolución acabada, pero sí un giro de timón, un desplazamiento profundo en la brújula eclesial. Su magisterio no rompió las murallas, pero las agrietó, y por esas fisuras comenzó a entrar luz para muchos creyentes desorientados, cansados de fórmulas vacías y jerarquías lejanas.
Uno de los símbolos más significativos de esta apertura ha sido la rehabilitación eclesial y humana de figuras silenciadas por defender una teología encarnada. La acogida pública a José María Castillo, teólogo expulsado de las aulas por pensar con libertad evangélica, fue mucho más que un gesto. Fue una señal clara: la teología no podía seguir alejada de la vida, ni la Iglesia encerrada en sí misma. En ese abrazo simbólico, muchos otros encontraron también esperanza: pensadores, pastores, religiosas, y laicos que habían sido empujados a los márgenes por salirse del guion.
No obstante, el camino quedó incompleto. Uno de los grandes desafíos que este pontificado no logró resolver plenamente fue el papel de la mujer en la Iglesia. Se abrieron espacios de escucha, se nombraron mujeres en puestos de responsabilidad nunca antes vistos, y se debatió con seriedad su acceso a los ministerios. Pero la estructura clerical y las resistencias internas impidieron dar el paso decisivo. Las mujeres siguen en gran parte como espectadoras de un juego donde también son protagonistas por derecho, aunque aún sin voz plena. La cuestión sigue siendo una herida abierta, especialmente en comunidades donde ellas ya sostienen la vida cristiana cotidiana. La tensión entre la tradición institucional y el clamor de la comunidad creyente se ha vuelto cada vez más visible y urgente.
Con su muerte, el Papa deja una herencia ambigua pero valiente: no ha sido un reformador perfecto, pero sí un profeta cansado, consciente de los límites del poder eclesiástico. Su legado no está en los documentos que firmó, sino en las puertas que entreabrió, en los marginados a los que dio voz, y en el Evangelio que volvió a ser pronunciado sin miedo, desde las periferias. En sus silencios también habló, y en su estilo despojado hubo más verdad que en muchos tratados de teología.
Ahora, el silencio que deja su ausencia retumba como una pregunta abierta: ¿quién recogerá el testigo de un cristianismo despojado de poder, humilde y libre, centrado solo en Jesús? La historia de la Iglesia continúa, pero la brújula ha quedado señalada. Lo que venga después dependerá no solo del próximo pontífice, sino del impulso del Pueblo de Dios que, en los últimos años, ha comenzado a caminar sin esperar permiso.