La Resurrección no es simplemente el final feliz de una tragedia, ni un giro inesperado en una historia de dolor. Es, como enseña Xabier Pikaza, el acto definitivo de Dios por el cual se inaugura un mundo nuevo. En la Resurrección, Dios no solo levanta a Jesús de entre los muertos: confirma su vida como camino auténtico, su amor como verdad última y su entrega como sentido absoluto. No es un premio por haber sido bueno. Es la revelación de que el amor, cuando se da hasta el extremo, no muere.
Esta verdad luminosa fue proclamada hoy con inusitada claridad y fuerza por el padre Alejandro Soler, cuya homilía pascual fue mucho más que una explicación teológica: fue un acto de justicia espiritual, un momento de gracia. Con palabras sencillas y al mismo tiempo encendidas por el fuego del Espíritu, Soler nos hizo volver los ojos al sepulcro vacío desde donde resucita también la dignidad de las mujeres. Porque fueron ellas, como él mismo proclamó con firmeza, las primeras en creer, en amar hasta el final, y en anunciar lo que el mundo aún no había visto: que la muerte ha sido vencida.
Ellas estaban allí
Mientras los discípulos huían, las mujeres permanecían. Mientras otros se escondían, ellas compraban aromas. Mientras los corazones se cerraban por miedo, ellas caminaban al alba con los ojos abiertos y el alma desgarrada, porque el amor no les permitía quedarse quietas. En cada uno de los evangelios, sin excepción, son las mujeres quienes ocupan el centro de la escena en la mañana pascual. No es un detalle menor ni un recurso literario. Es un gesto revelador: Dios elige manifestarse primero a quienes el mundo ha puesto siempre en segundo plano.
El padre Soler no solo recordó este dato: lo celebró con una profundidad poco común, devolviendo a las mujeres su lugar fundacional en la historia de la fe. Con tono pausado y mirada pastoral, dijo con firmeza que sin ellas no habría anuncio de Resurrección, y que la Iglesia debe aprender a mirar la Pascua con ojos de mujer: ojos que lloran, que buscan, que aman y que esperan.
Una palabra que resucita
La homilía del padre Soler no fue solo un reconocimiento, sino también un llamado. Porque en tiempos donde muchas mujeres aún sienten que sus voces no son escuchadas en la Iglesia, Soler abrió un espacio de dignidad y de verdad que toca el corazón y sacude las estructuras. No lo hizo desde el reclamo, sino desde la fidelidad al Evangelio más puro. “Las mujeres fueron las primeras evangelizadoras”, dijo. Y en esa frase sencilla hay una revolución pendiente.
Guardini enseñaba que la liturgia no es un recuerdo nostálgico del pasado, sino la actualización viva del misterio salvífico en cada celebración. Hoy, gracias al padre Soler, esa actualización se hizo carne: las palabras pronunciadas en el altar no repitieron fórmulas vacías, sino que hicieron presente el temblor del alba, el silencio del sepulcro y el grito de María Magdalena: ‘¡He visto al Señor!’.
Resucitar con ellas
A menudo pensamos la Pascua como una experiencia espiritual individual: un “sentirnos mejor”, una renovación interior. Pero la Pascua es mucho más. Es una transformación radical del modo en que vemos la vida, el mundo, a los demás. Resucitar con Cristo es resucitar con los otros, especialmente con quienes han sido invisibilizados, y en este caso, con las mujeres que llevan siglos anunciando a un Cristo que muchos aún no reconocen.
Pikaza insiste en que la resurrección no es simplemente la “vuelta a la vida” de Jesús, sino el principio de una nueva creación, donde todo es devuelto a su sentido más profundo. En esa nueva creación, las mujeres no son auxiliares, ni figuras ornamentales, ni musas silenciosas. Son protagonistas, discípulas, apóstoles. Y eso debe resonar con fuerza en cada rincón de nuestras comunidades.
Hoy, la voz del padre Alejandro Soler ha abierto esa puerta con valentía y amor. No se trató de un gesto de corrección política, ni de una concesión momentánea: fue una proclamación profética, un eco del mismo Cristo que se dejó encontrar por una mujer antes que por ningún otro discípulo.
La certeza de las apariciones: fundamento de la fe
No hay Resurrección sin testigos, y no hay testigos sin encuentro. Las apariciones del Resucitado son la gran prueba de que no se trató de una ilusión colectiva ni de un símbolo abstracto, sino de un hecho real y transformador. Jesús se aparece, llama por su nombre, comparte el pan, camina con los suyos. No lo ven los poderosos, ni los curiosos: lo ven quienes le amaron, quienes se mantuvieron fieles, quienes supieron esperar incluso cuando todo parecía perdido.
Las mujeres fueron las primeras en tener ese privilegio, y su testimonio no es accesorio ni secundario, sino constitutivo del anuncio pascual. Si Cristo vive, es porque ellas lo vieron, lo tocaron, lo oyeron. Y si hoy nosotros creemos, es porque su voz ha atravesado los siglos con fuerza y fidelidad.
¿Cómo vivir hoy la Resurrección?
Vivir la Resurrección hoy es abrir los ojos como María Magdalena y reconocer a Cristo vivo en los lugares más inesperados: en los rostros heridos, en los pobres, en los excluidos, en quienes siguen llorando junto a sepulcros. Es no acostumbrarnos a la tristeza, ni resignarnos al mal. Es atrevernos a amar con radicalidad, perdonar con valentía y anunciar esperanza donde reina la desesperanza.
Resucitar es también dar voz a los silenciados, caminar con quienes fueron invisibles, hacer de la fe un acto de justicia y ternura. Es vivir como los primeros testigos: con alegría sencilla, con corazón ardiente y con la certeza de que el amor de Dios no tiene fin.