Con el inicio del nuevo año, la diócesis de Mondoñedo-Ferrol ha presentado a la Santa Sede su balance estadístico correspondiente a 2024. Esta memoria, que recoge los principales datos de actividad pastoral, ofrece una visión clara del momento que atraviesa la diócesis: una mezcla de fidelidad sostenida y fragilidad estructural que exige una mirada serena, pero también valiente.
La diócesis abarca un extenso territorio de 4.524 kilómetros cuadrados y atiende a una población de 255.926 personas, en su mayoría bautizadas. Esta población está distribuida en 422 parroquias, atendidas pastoralmente por 95 sacerdotes —diocesanos y religiosos— cuya edad media es de 72,94 años. Más de la mitad de ellos superan los 75. A esta realidad se suma la presencia de 115 religiosas, tanto de vida activa como contemplativa, cuyo testimonio sigue siendo esencial para la vida eclesial.
Este dato no es menor: es el verdadero centro de gravedad del desafío. Se trata de un clero envejecido, limitado por la edad y el número, y sin relevo generacional a la vista. Pese a su entrega generosa, no se puede mantener el actual modelo pastoral sin caer en la fatiga estructural.
Durante 2024 se celebraron 564 bautizos, la mayoría en la infancia, aunque también se administró a varios adultos. 606 niños y niñas recibieron la preparación para la primera comunión, y 243 jóvenes fueron confirmados. En cuanto al sacramento del matrimonio, se celebraron 95 bodas canónicas, exactamente las mismas que en 2023. Solo tres de ellas fueron matrimonios mixtos.
Estas cifras, aunque muestran cierta continuidad, revelan una vivencia sacramental cada vez más ligada a costumbres sociales que a procesos de fe arraigados. Muchos bautizos y comuniones no derivan en una verdadera integración comunitaria. La confirmación, por su parte, sigue siendo en muchos casos un punto final, más que un paso en un camino de fe. Y el número de matrimonios, muy bajo en proporción al número de habitantes, refleja una creciente desconexión entre la vida cristiana y la vida adulta.
A la luz de estos datos, surge una pregunta inevitable: ¿tiene sentido mantener 422 parroquias cuando muchas apenas tienen misa una vez al mes y son sostenidas por un solo sacerdote que atiende varios núcleos dispersos? La estructura territorial responde a una sociedad que ya no existe. La despoblación del mundo rural, la secularización, el envejecimiento de las comunidades y la falta de vocaciones han cambiado el mapa pastoral, pero no se ha transformado con la misma velocidad la forma en que organizamos la vida diocesana. En demasiados casos, las parroquias funcionan hoy como estructuras simbólicas más que como comunidades vivas. Se mantienen por la memoria afectiva o por la inercia, pero sin un dinamismo pastoral real. Intentar conservar esta red sin adaptarla consume energías humanas y espirituales que deberían orientarse a crear espacios comunitarios con mayor vitalidad y sentido misionero.
La solución no pasa por cerrar templos, sino por abrir nuevas rutas. Se trata de repensar qué es hoy una comunidad cristiana y cómo puede vivir la fe en un contexto muy diferente al de hace 50 años. Hace falta reducir la dispersión pastoral, fortalecer el laicado no como “ayuda”, sino como sujeto corresponsable, reformar las estructuras desde la fidelidad al presente, invertir en formación y apostar por una sinodalidad real que escuche a las comunidades, valore lo pequeño y se atreva a buscar nuevos lenguajes.
¡Mondoñedo-Ferrol no está muerta, pero necesita resucitar! Esta diócesis tiene historia, identidad, raíces profundas. Pero ninguna comunidad puede sostenerse solo en su pasado. El presente exige discernimiento, coraje y humildad. Y el futuro —si queremos que exista— pasa por una conversión pastoral profunda y sin miedo. Tal vez estemos ante un tiempo de poda, pero como toda poda, puede ser el inicio de una nueva floración. Para ello, hace falta menos apego a las formas, más escucha del Espíritu, y sobre todo, confianza en que Dios sigue actuando incluso en medio de la fragilidad.
Frente a este escenario, no basta con reorganizar horarios o parroquias. Lo que se necesita es una nueva imaginación eclesial. Una Iglesia menos centrada en sus moldes que en las personas. Más interesada en acompañar procesos de vida que en sostener sistemas. Más sensible a los márgenes que a sus propios equilibrios. Más abierta a lo incierto que a lo seguro. Ser Iglesia hoy implica atreverse a salir de las formas heredadas y preguntarse: ¿qué nos está diciendo Dios en esta crisis?
Porque quizás lo que está en juego no es solo una reorganización pastoral, sino un cambio de paradigma. Tal vez estemos ante el final de un modelo de cristiandad, donde la Iglesia era centro, poder, estructura y presencia social garantizada. ¡Y eso no es una tragedia, sino una oportunidad! La fe no necesita sostenerse en privilegios ni en mapas parroquiales diseñados en siglos pasados. Lo esencial del Evangelio puede florecer en comunidades pequeñas, abiertas, horizontales, donde la autoridad no se ejerce desde arriba, sino que se comparte desde la escucha y el discernimiento.
No se trata de resistir por inercia, sino de reinventar con fidelidad. Volver al núcleo: el seguimiento de Jesús en lo cotidiano, el servicio a los pobres, la fraternidad real, la celebración que une vida y fe, la comunidad como hogar. Esto no exige tanto sacerdotes como testigos; no tanto templos como mesas compartidas; no tanto normas como caminos de misericordia.
Esta crisis —leída con ojos de fe— no es un fracaso, sino un kairos. Una hora de Dios. Un tiempo de poda que, si se acoge sin miedo, puede abrir a una primavera distinta. Más despojada, sí, pero también más verdadera. Más libre. Más evangélica.
La fe no se apaga porque cambien las estructuras. Se apaga si no somos capaces de leer el tiempo con lucidez, de abrazar la incertidumbre con esperanza, y de confiar en que lo pequeño, lo frágil y lo escondido es el terreno donde germina el Reino. Mondoñedo-Ferrol está aún a tiempo. Pero no para restaurar lo que fue, sino para abrirse a lo que puede ser, si se escucha con sinceridad el grito de su realidad y el susurro del Evangelio que sigue diciendo:
“No tengáis miedo. Estoy con vosotros.”