En pleno siglo XXI, cuando la Iglesia católica española trata —con más o menos convicción— de reencontrarse con una sociedad plural, democrática y herida por décadas de silencio sobre su complicidad con la dictadura, el arzobispo de Oviedo, Jesús Sanz Montes, ha decidido dar un portazo a la historia, al Evangelio y al sentido común. Su reciente artículo, en el que no solo carga contra el proceso de resignificación del Valle de Cuelgamuros, sino que se entrega con entusiasmo al lenguaje y las tesis de la ultraderecha, no es solo una provocación política: es un profundo retroceso moral que compromete la credibilidad de la Iglesia que dice representar.
Sanz Montes no se limita a expresar una opinión. Su carta es un panfleto revestido de sotana, en el que denuncia —sin matices ni pudor— un supuesto “ataque ideológico” contra la cruz del antiguo Valle de los Caídos, acusando al Gobierno de “reabrir heridas” y de tener una “fijación beligerante” con el pasado. Estas palabras, lejos de llamar a la reflexión o al perdón, alimentan el victimismo revisionista de quienes siguen negando la brutalidad del franquismo, y atacan los tímidos esfuerzos institucionales por dignificar la memoria de miles de represaliados.
Lo más grave no es que el arzobispo se sitúe abiertamente al margen del consenso episcopal, que con dificultad ha comenzado a asumir que la Iglesia no puede seguir justificando su papel durante la dictadura. Lo grave es que lo haga con argumentos y tono calcados del discurso de la Fundación Francisco Franco, una entidad que no oculta su nostalgia por el régimen y que actualmente está siendo evaluada para su ilegalización por incumplir los principios de la Ley de Memoria Democrática.
La carta de apoyo enviada por el presidente de dicha fundación, Juan Chicharro, no deja lugar a dudas: el arzobispo Sanz es “un modelo excepcional de Pastor”, alguien que “prestigia” la causa de los benedictinos del Valle y que, en su visión, representa “esperanza” frente al “desolador panorama” de la España actual. Cuando un jerarca eclesiástico se convierte en héroe para los nostálgicos del franquismo, algo profundamente grave está ocurriendo.
Este tipo de discursos, aunque puedan parecer marginales, no son inocuos. Hacen daño. A las víctimas del franquismo, que ven cómo aún se les niega el derecho a la memoria. A la sociedad, que asiste atónita a una jerarquía eclesial incapaz de cerrar definitivamente la puerta a su pasado más oscuro. Pero sobre todo, hacen un daño enorme a la Iglesia, que ve frustrados los intentos de abrirse a una ciudadanía crítica, diversa y cada vez más alejada de los templos. Mientras el papa Francisco insiste en una Iglesia “pobre y para los pobres”, en España aún hay pastores que prefieren cobijarse bajo las sombras del poder autoritario.
La actuación de Jesús Sanz Montes no es un acto de valentía pastoral, sino una temeraria injerencia ideológica. Es el uso de los púlpitos como trinchera política. Es, en definitiva, un síntoma de esa resistencia a la verdad histórica que tanto envenena la convivencia democrática. Que lo haga desde su posición eclesial, y no desde un partido o una tertulia, lo hace aún más alarmante.
España no necesita pastores que hablen como franquistas. Necesita líderes religiosos que pidan perdón, que acompañen a las víctimas y que tengan el valor de cortar el cordón umbilical con el fascismo. Si Jesús Sanz no está dispuesto a hacerlo, tal vez debería dejar paso a quienes sí entienden lo que significa ser Iglesia en estos tiempos.
Porque lo que está en juego no es solo una diferencia de opinión sobre un monumento, ni una disputa pasajera entre facciones dentro del episcopado. Lo que está en juego es la credibilidad moral de una institución que lleva décadas intentando lavarse las manos de su complicidad con un régimen que encarceló, asesinó y silenció a miles. Cada vez que un obispo se pone al servicio de la nostalgia autoritaria, la Iglesia se aleja un paso más del Evangelio y se acerca peligrosamente a las trincheras ideológicas de los que jamás aceptaron la democracia.
El daño que provoca Sanz Montes no es solo simbólico. Es real. Alimenta la fractura, legitima a quienes niegan las violaciones de derechos humanos cometidas durante el franquismo y dinamita el difícil proceso de construcción de una memoria colectiva en paz. No hay reconciliación posible cuando quienes deberían sanar las heridas se dedican a reabrirlas con discursos incendiarios y revisionistas.
Y hay que decirlo con todas las letras: no es solo que Sanz Montes esté equivocado, es que su postura es profundamente irresponsable. No se puede vestir de cruz lo que no es más que ideología extrema disfrazada de espiritualidad. No se puede bendecir el pasado autoritario en nombre de Dios sin traicionar la esencia misma del mensaje cristiano. No se puede seguir confundiendo la fe con el fanatismo político.
Si la Iglesia quiere volver a ser relevante para la sociedad española, debe tener el coraje de apartar a quienes la arrastran al pasado. No basta con callar o mirar a otro lado. Hay que desmarcarse de forma clara, contundente y pública de obispos como Jesús Sanz Montes, que siguen hablando como si los años 40 no hubieran terminado. Porque cuando la Iglesia calla ante estos desvaríos, lo que hace es consentirlos. Y ya es hora de decir basta.