José María Castillo fue uno de los grandes teólogos españoles del siglo XX y XXI, cuya obra ha suscitado amor, debate y también incomprensiones. Sin embargo, quien diga que Castillo no fue un hombre de oración y de Dios, sencillamente miente. A lo largo de su vida, y especialmente en su precioso libro Oración y existencia cristiana, que muchos guardamos como una joya, Castillo mostró no sólo su erudición teológica, sino una experiencia profunda de Dios que brotaba del amor y la entrega silenciosa en la oración.
Este libro no es un manual técnico ni una exposición sistemática de teología espiritual. Es, sobre todo, un testimonio existencial, un canto íntimo y reflexivo a lo que significa estar en relación con Dios. Para Castillo, la oración no se puede reducir a una técnica ni medirse por su “utilidad”. La oración, escribe, “es cuestión de amistad. Y una amistad no vale más o menos porque sea más o menos útil. Es el amor lo que está en juego”.
Estas palabras no pueden venir sino de alguien que vivió intensamente la presencia de Dios. Castillo entendía la oración como espacio de confianza, donde el alma se desnuda sin temor, donde Dios no es un recurso al que acudir por necesidad, sino un amigo fiel que permanece incluso en la noche más oscura. Y es precisamente en esos momentos de desgana, de pereza o de hastío ante el recurso a Dios, cuando Castillo nos revelaba una intuición mística de primer orden: “es seguramente la noche de la Fe lo que ha hecho irrupción en nuestra vida”.
La oración no siempre es luminosa ni placentera. Hay momentos en los que Dios parece ausente, y la aridez del alma se vuelve pesada como una piedra. Pero, como enseña también San Juan de la Cruz —y que Castillo retoma con profunda fidelidad—, en esas noches es Dios quien actúa. “Hay que dejar actuar a Dios”, decía. “El creyente no debe forzar nada. Es Dios, el agente principal de nuestra oración, quien toma la iniciativa. Nuestra tarea es rendirnos amorosamente, confiar, dejarnos llevar” En esos momentos, añadía, “Dios es quien hace la oración en nosotros”.
Frente a quienes, desde ciertas posturas dogmáticas, quisieron tachar a Castillo de hereje, su obra espiritual lo retrata como lo que verdaderamente fue: un hombre de Dios, un teólogo de rodillas, un pensador que rezaba y un orante que pensaba. Lo suyo no fue una teología fría ni alejada del corazón. Su palabra nacía del encuentro con el Amor que transforma, aunque lo haga en el silencio, en la noche, en el desierto.
Y hablando de desierto, no podemos olvidar cómo Castillo, en línea con los Padres del Desierto y la tradición más antigua del cristianismo, recuperaba también una visión contemplativa y meditativa de la oración. En este sentido, su teología fue profundamente tradicional, incluso patrística, aunque expresada en lenguaje accesible al hombre y la mujer de hoy.
Dentro de esta riqueza espiritual que Castillo respiraba y transmitía, es necesario también recordar la variedad de formas que adopta la oración cristiana. La oración de petición —quizás la más común— es un acto de humildad, donde reconocemos que dependemos de Dios para nuestras necesidades. La oración de alabanza, en cambio, es puro gozo: glorificar a Dios por lo que es, más allá de lo que nos da. En ella, el alma se eleva en gratuidad.
La oración de acción de gracias nos sitúa en una postura de gratitud, reconociendo todo como don. Y finalmente, la oración de intercesión, una de las más bellas, es cuando oramos por los demás. En ella, no sólo manifestamos amor hacia el prójimo, sino que también nos liberamos de nuestro egoísmo. Como diría Castillo, centrarse en el otro, incluso en la oración, es un acto profundamente cristiano. Orar por alguien es amarlo, es hacernos disponibles a la compasión. En la intercesión se diluye el yo cerrado y se abre el corazón a la fraternidad universal. La oración, así entendida, no es sólo vertical, sino también horizontal: nos une a Dios, pero también a nuestros hermanos.
Este enfoque espiritual se ve además respaldado por hallazgos de la ciencia moderna. Como ha demostrado el doctor en psicología Juan Carlos Fernández Méndez, la oración libera dopamina, la hormona de la felicidad. Activa el sistema parasimpático, que induce calma, y reduce el simpático, relacionado con el estrés. También se libera serotonina, lo que produce efectos antidepresivos. Estos datos, lejos de trivializar la oración, confirman lo que la fe ya sabía: que el ser humano está hecho para la comunión, y que la oración es medicina para el alma y el cuerpo.
Todo esto no hace sino confirmar lo que Castillo intuía desde la experiencia: la oración transforma, sana, restaura, pero, sobre todo, ama. La oración no es un medio para conseguir cosas; es el espacio sagrado donde el alma se abandona al misterio de un Dios que, como buen Amigo, no se deja medir por resultados, sino que permanece, sostiene y acompaña.
La muerte de José María Castillo deja un hueco inmenso en la Iglesia, en la teología y en la espiritualidad cristiana. Se ha ido un verdadero hombre de Dios, un testigo lúcido y valiente, que nunca separó la reflexión del amor ni la palabra de la oración. Su voz sigue viva en sus libros, y su espíritu —estamos seguros— sigue intercediendo por quienes buscan a Dios en medio de las sombras, el silencio y la esperanza.
Hoy más que nunca es necesario reivindicar a figuras como la de José María Castillo, que vivieron su fe con coherencia, profundidad y pasión. Su palabra sigue siendo luz para quienes buscan a Dios más allá de los ritualismos vacíos y las teologías deshumanizadas. En tiempos de tanto ruido y sospecha, «Oración y existencia cristiana» es un susurro de gracia, una invitación a volver al centro, donde Dios nos espera no como juez, sino como amigo.
Castillo fue un hombre de oración. Un creyente auténtico. Un místico escondido en el cuerpo de un teólogo valiente. Su herencia no está sólo en sus libros, sino en la experiencia viva que sus palabras despiertan en quienes se atreven a orar con el corazón abierto.