Si te despiertas por la mañana en España, enciendes la radio y te dispones a escuchar las noticias, te sumerges en una especie de universo paralelo donde todo parece más propio de una comedia absurda que de un país serio. Hoy, como en cada episodio de esta tragicomedia, no hay espacio para la lógica ni la cordura. La escena está preparada para un nuevo episodio de lo que bien podría ser el guion de Los Monty Python, pero no, es la cruda realidad. Y, como todo gran espectáculo, aquí la estrella no es otra que el rey emérito, Juan Carlos I.
Este hombre, cuyo paso por la monarquía estuvo salpicado de más escándalos que un reality show de alto voltaje, ha decidido dar un giro a su vida. Después de su exilio dorado en Abu Dabi y tras haber estado envuelto en varias polémicas de todo tipo (por no hablar de su afición a la caza de elefantes), ahora se dedica a un nuevo entretenimiento: demandar al expresidente de Cantabria, Miguel Ángel Revilla. ¿El motivo? El atentado contra su “honor” debido a unas declaraciones en las que Revilla, un hombre conocido por su amor por las anchoas y por compartir momentos con hormigas en programas de televisión, se permitió la osadía de opinar sobre la figura del monarca.
Y aquí es donde la historia adquiere tintes de lo más surrealistas. El rey, que ha estado lejos del foco público por sus particulares «vicios» y las acusaciones que lo persiguen como una sombra, decide reclamar su honor ante los tribunales. Porque, claro, en un país donde la ley se aplica a todos por igual, incluso los que se exilian y protagonizan capítulos inconfesables de nuestra historia reciente, tienen derecho a defender su dignidad. Un ex rey, que en su momento representó una institución marcada por el sigilo y el poder absoluto, ahora se ve envuelto en un juicio por honor, como cualquier ciudadano común.
Y es aquí donde la ironía de la justicia española se hace más evidente. Porque, como bien sabemos, la justicia no es igual para todos. Y aunque nos guste pensar que vivimos en una democracia donde todos tenemos los mismos derechos, la verdad es que la balanza de la ley parece tener una ligera inclinación hacia aquellos con más recursos, más historia o, por qué no, más elefantes cazados. Los mismos que, mientras la mayoría de los mortales luchan por llegar a fin de mes, ellos pueden permitirse exiliarse en tierras lejanas y demandar por su honor, sin que el mundo se tambalee por ello.
Es en este contexto donde lo absurdo se vuelve el pan de cada día. Miguel Ángel Revilla, con su estilo desenfadado, sus anécdotas sobre anchoas y su aparente capacidad para hacer reír a todos, se convierte en un objetivo judicial del monarca que vive lejos de la mirada del pueblo, pero cuyo peso en la historia sigue siendo indiscutible. Porque, al final, parece que en España hay una especie de «justicia selectiva», en la que ciertos individuos están más allá del alcance de las consecuencias de sus acciones.
A fin de cuentas, esta demanda, por más seria que pretenda ser, refleja algo mucho más profundo: un sistema donde las reglas, aunque sean las mismas para todos, no siempre se aplican con la misma fuerza. Donde el que está por encima de la torre de marfil tiene un pase libre hacia la impunidad, mientras que aquellos que no cuentan con los mismos privilegios deben hacer frente a las consecuencias de sus actos con mucha menos protección. Porque en esta historia, como en tantas otras de la política y la monarquía española, el honor se convierte en una herramienta tan maleable como una broma, y la justicia, una cuestión de perspectiva.
En este gran escenario de lo increíble, España se mantiene como ese país donde la comedia nunca deja de sorprendernos, y donde la ironía y el absurdo se entrelazan con una facilidad desconcertante. Y así, mientras los elefantes y las anchoas siguen siendo parte de esta narrativa, nosotros, como buenos espectadores, solo podemos esperar el próximo episodio.