Hay gestos que, aunque nacen del deseo de honrar el misterio, terminan por ocultarlo. D. Antonio Gómez Cantero, en un artículo reciente publicado en la revista Vida Nueva, ha tenido el valor de recordarnos que la fe no se viste de oropeles, sino de sencillez. Sus palabras, que a algunos les resultan incómodas, no son otra cosa que un regreso al Evangelio más puro: aquel que pone el corazón antes que la forma, la autenticidad antes que el rito vacío. Celebrar la Eucaristía no es recrear un teatro sagrado, sino dejar que la comunidad descubra la presencia de Dios en lo esencial. La liturgia es encuentro, no espectáculo; comunión, no representación. Sin embargo, parecen multiplicarse los altares recargados, los candelabros que obstaculizan la visión del pan y el vino —símbolos del amor que se entrega—, como si el misterio necesitara decorados para revelarse. En palabras del propio obispo, todo eso se convierte en un “código de barras” que confunde a los fieles, una estética que impide ver lo esencial: el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
Este verano, paseando por Asturias, me encontré con una mujer de Castellón. Hablamos largo rato, y su testimonio me dejó pensando. Me decía que cada vez veía demasiados reclinatorios, demasiados ornamentos, demasiadas cosas que no llevan a Jesús. Había participado activamente en la vida de su parroquia, pero ahora sentía la necesidad de retirarse un poco, de entrar más en sí misma, de vivir una fe más orante, más silenciosa, más interior. Me confesaba con serenidad que ya no encontraba sentido a tanto aparato exterior, que le pesaba el exceso y necesitaba respirar la verdad del Evangelio en lo sencillo. “Necesito menos ruido y más presencia”, me dijo. Su experiencia no es aislada: son muchos los creyentes que sienten que el brillo externo ha apagado la luz interior.
Y hace poco, en una conversación con un médico amigo mío, escuché una frase que resume bien este malestar: “Ellos son dueños del chiringuito… que se queden con el chiringuito, la gente se va.” Y tenía razón. Muchos fieles, sin ruido ni protestas, simplemente se alejan, cansados de una Iglesia que confunde reverencia con rigidez y belleza con ostentación. No es rebeldía ni indiferencia: es cansancio espiritual ante una fe que parece haberse vestido de gala para ocultar su desnudez interior.
Romano Guardini, en su profunda reflexión sobre la fe vivida, advertía que el peligro de la religión está en su “cosificación”, cuando los signos dejan de ser caminos hacia Dios y se convierten en fines en sí mismos. Guardini pedía recuperar la “forma interior del culto”, aquella que nace del silencio y la verdad del corazón, no de los ornamentos ni de la ostentación. En el mismo sentido, José María Castillo recordaba que “el problema del cristianismo no es que falte religión, sino que falta Evangelio”. No nos salvarán los reclinatorios de mármol ni los cálices dorados, sino la misericordia que se hace pan para el hambriento y vino para el triste.
Una Eucaristía sin vida no es encuentro, es liturgia muerta. Podemos arrodillarnos mil veces ante el altar, pero si no doblamos el alma ante el dolor del hermano, seguimos siendo fariseos del siglo XXI. Nos arrodillamos ante el Santísimo, pero pasamos de largo ante el pobre, el migrante, el enfermo o el anciano que nadie visita. Nos golpeamos el pecho con solemnidad, pero seguimos indiferentes ante las injusticias que sostenemos con nuestro silencio. ¿De qué sirve comulgar de rodillas si no somos capaces de ver al Cristo que tiembla de frío bajo un puente?
El obispo de Almería ha sido claro, y por eso ha sido criticado. Pero su voz resuena como la de los profetas antiguos: no nos está llamando a destruir la belleza del culto, sino a purificarla. A recordarnos que la verdadera hermosura de la liturgia no está en el oro, sino en la gratuidad del amor. Que los templos pueden estar adornados, pero que el altar más bello es siempre el corazón reconciliado. Que las velas, los manteles y las vestiduras tienen sentido solo si nos llevan a la luz interior, no si la tapan.
Cuando la fe se convierte en forma, pierde su fuerza. Cuando la misa se transforma en museo, el Evangelio queda detrás de las vitrinas. Cuando el sacerdote se preocupa más por los ornamentos que por los fieles de su comunidad, la Eucaristía se convierte en ritual vacío. La sobriedad es el lenguaje de Dios. Jesús partió el pan en una mesa pobre, con las manos desnudas. Y fue allí, en la sencillez del gesto, donde se reveló el amor más grande.
Hoy, muchos fieles buscan esa autenticidad que D. Antonio defiende con valentía. Su mensaje no es una crítica estética, sino una llamada moral. Porque detrás del exceso litúrgico hay un riesgo mayor: el de una fe que se refugia en el templo para no enfrentarse a la calle. Una fe que se inclina ante el altar, pero no ante el sufrimiento del mundo. El cristianismo no se mide por la forma de comulgar, sino por la forma de amar.

Quizás sea hora de vaciar un poco nuestras iglesias para poder llenarlas de verdad. Quitar los “códigos de barras” que impiden ver lo esencial, limpiar el altar del ruido visual y del ego clerical, y volver al gesto simple y transparente del Evangelio. No se trata de pobreza estética, sino de riqueza interior. La fe no necesita brillo; necesita testimonio.
Que cada misa vuelva a ser lo que fue en el principio: una mesa compartida, una palabra viva, un pan partido para todos. Solo así el signo recuperará su sentido, y la Iglesia volverá a ser lo que debe ser: sacramento de comunión, no de distinción.
Monseñor Gómez Cantero ha puesto el dedo en la llaga. Y aunque muchos lo critiquen, ha recordado lo que el propio Jesús dijo: “Misericordia quiero y no sacrificios”. En ese eco evangélico se resume toda su enseñanza y la de quienes, como él, creen que una Iglesia adornada de oro, pero vacía de compasión no puede ser casa de Dios.