La dignidad humana frente al odio: el eco del cardenal Cupich y el Evangelio contra los populismos y la ultraderecha

La dignidad humana frente al odio: el eco del cardenal Cupich y el Evangelio contra los populismos y la ultraderecha

La Iglesia está con los migrantes. Estamos con una madre que cruza fronteras para alimentar a sus hijos. Estamos con un padre que trabaja en silencio para construir un futuro mejor. Estamos con el joven que sueña con seguridad y un futuro mejor. Nuestras parroquias y escuelas no rechazarán a quienes buscan consuelo y no guardaremos silencio.” Con estas palabras, el cardenal Blase Cupich, arzobispo de Chicago, no solo defendió a los inmigrantes: defendió la esencia del Evangelio. En un tiempo en que el miedo y la desinformación alimentan los discursos de odio, su voz resuena como la de un profeta moderno que recuerda a los cristianos que la fe sin compasión es una fe vacía.

Su discurso es profundamente evangélico. Cuando dice que “estas acciones hieren el alma de nuestra ciudad”, está repitiendo lo que Jesús mismo proclamó en el Evangelio de Mateo: “Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me recibisteis” (Mt 25, 35). El cardenal habla en nombre de esa compasión radical que Cristo pide a sus discípulos. No hay ambigüedad: el extranjero no es una amenaza, es Cristo mismo tocando a la puerta.

Cupich apela a la conciencia colectiva cuando afirma: “Ustedes han estado aquí durante años, han trabajado duro, han criado familias, han contribuido a esta nación, se han ganado nuestro respeto.” Es la versión contemporánea del mensaje de San Pablo: “Ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús” (Gál 3, 28). En su voz resuena una teología de la unidad y la dignidad. Frente a la política que divide, el Evangelio une; frente a los muros, ofrece puentes.

Esa es la gran diferencia entre el cristianismo de la misericordia y el pseudo-cristianismo del populismo ultraderechista. Donald Trump y Santiago Abascal se han presentado muchas veces como defensores de los “valores cristianos”, pero sus políticas y discursos contradicen frontalmente las palabras de Cristo. Jesús no dijo “expulsad al forastero”, sino “amad a vuestros enemigos” (Mt 5, 44). No dijo “cerrad las puertas del Reino”, sino “dejad que los niños vengan a mí” (Mc 10, 14). No dijo “primero los nuestros”, sino “todo lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40).

El cardenal Cupich, al afirmar que “la Iglesia no guardará silencio”, está respondiendo a la tentación del silencio cómplice, el mismo que Jesús denunció en los fariseos cuando los llamó “sepulcros blanqueados” (Mt 23, 27). Las democracias modernas, según Byung-Chul Han, sufren una crisis de valores porque han perdido su “material simbólico”, su sentido moral. Cupich devuelve ese sentido: recuerda que el alma de una nación no se mide por su PIB, sino por cómo trata al más débil.

El contraste con los populismos actuales es brutal. Donald Trump construyó su poder sobre la idea de que los inmigrantes son una amenaza. Bajo su gobierno, los niños fueron separados de sus padres, familias deportadas sin juicio justo y comunidades enteras vivieron en el miedo. Su lema “Make America Great Again” se convirtió en un eslogan vacío de misericordia, incompatible con las Bienaventuranzas que proclaman: “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt 5, 7).

En España, Santiago Abascal y Vox reproducen la misma lógica del miedo. Hablan de “invasión migratoria”, proponen la expulsión de millones de personas y alimentan la sospecha sobre quienes tienen otro color de piel, otra lengua u otra religión. Pero el cristianismo verdadero no se mide por el color de la piel, sino por la amplitud del corazón. El nacionalismo excluyente es incompatible con el Evangelio, porque Cristo vino a derribar fronteras, no a reforzarlas. “Amarás al Señor tu Dios… y a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento mayor que estos” (Mc 12, 30-31).

Cuando Cupich dice que “los estadounidenses no deben olvidar que todos venimos de familias inmigrantes”, está recordando la historia sagrada del pueblo de Dios: Israel mismo fue pueblo migrante, refugiado, esclavo en Egipto. Dios no solo toleró su migración: la convirtió en el corazón de su plan de salvación. Por eso el libro del Éxodo ordena con claridad: “No oprimirás al extranjero, porque extranjeros fuisteis vosotros en Egipto” (Éx 22, 21).

Ese mandato atraviesa toda la Biblia. No es opcional, ni depende de leyes migratorias: es una exigencia moral innegociable. El Papa Francisco lo ha repetido innumerables veces: “No se trata solo de migrantes, se trata de nuestra humanidad.” Cupich recoge ese espíritu y lo traduce en una voz pastoral que también es política, porque hoy defender al migrante es defender la democracia misma. Como diría Byung-Chul Han, “sin virtudes como la responsabilidad, la confianza y el respeto, la democracia se convierte en un mero aparato”. Cupich les da cuerpo a esas virtudes.

Frente a Trump y Abascal, el arzobispo de Chicago representa una resistencia evangélica. No desde la ideología, sino desde el amor. Y el amor, en el Evangelio, no es sentimentalismo: es justicia en acción. Es dar rostro al que ha sido borrado, es llamar hermano al despreciado. Por eso su discurso es tan profundamente subversivo: porque enfrenta el odio con misericordia y la mentira con verdad.

Cupich encarna una teología que vuelve al corazón del cristianismo: “Si alguno dice que ama a Dios, pero odia a su hermano, es un mentiroso” (1 Jn 4, 20). Frente a los populismos que predican miedo, la Iglesia debe ser un signo de confianza; frente a la exclusión, un hogar; frente al nacionalismo, una familia universal. Como dijo Cristo: “Vosotros sois la sal de la tierra y la luz del mundo” (Mt 5, 13-14).

Hoy, cuando el odio se disfraza de patriotismo, la voz de Cupich nos devuelve al Evangelio de las Bienaventuranzas, donde los mansos, los pobres, los perseguidos y los que trabajan por la paz son los verdaderos bendecidos. Su mensaje no es político: es profético. Denuncia el pecado estructural del populismo y llama a la conversión de las conciencias.

Porque el problema no son solo las leyes, sino los corazones endurecidos. Y frente a eso, la respuesta cristiana no es la pasividad, sino la acción compasiva. Defender al migrante es defender el Evangelio vivo. En palabras del propio Jesús: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si os amáis los unos a los otros” (Jn 13, 35).

Por eso, mientras Trump y Abascal construyen muros, el cardenal Cupich construye puentes. Y su palabra resuena como un eco del Nazareno: “Estuve forastero, y me acogisteis.” Si el cristianismo ha de sobrevivir a la ola de odio que hoy amenaza al mundo, será porque haya hombres y mujeres que, como él, recuerden que la fe sin misericordia es solo ideología, y la ideología sin amor es la raíz de toda injusticia.

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