El agua que no se oxida: dejar fluir a Dios en la vida cotidiana

El agua que no se oxida: dejar fluir a Dios en la vida cotidiana

Hay en todo corazón humano una sed profunda, una necesidad de plenitud que ningún logro, placer o reconocimiento logra saciar. Vivimos inmersos en una búsqueda incesante de felicidad: alcanzamos metas, fracasamos, volvemos a intentar. Pero la alegría dura poco, y la sombra del cansancio o la desilusión vuelve a visitarnos. En medio de esa inconstancia, Jesús Resucitado se presenta como la fuente viva que no se seca, como el manantial eterno que permanece puro y dispuesto para quien tiene sed.

Esa fuente no es solo un símbolo poético, sino una realidad espiritual: Dios es el agua cristalina que da vida, que limpia, que renueva. En el Evangelio de san Juan resuenan sus palabras con una fuerza que atraviesa los siglos: «El que tenga sed, que venga a mí y beba. De aquel que cree en mí, brotarán ríos de agua viva» (Jn 7,37-38).

Jesús no promete simplemente apagar la sed: promete convertirnos en fuentes. No se limita a saciarnos, sino que transforma el corazón creyente para que de él brote la misma vida que procede del Padre. El que se acerca a Cristo no se queda lleno de sí mismo: se desborda, se entrega, se convierte en cauce por donde el amor divino se derrama. Ser discípulo de Jesús es aprender a fluir.

Como dice san Agustín: «Exhalaste tu fragancia y respiré, y ya suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y me abrasé en tu paz». Cuando uno saborea esa presencia, comprende que no hay nada más puro ni más pleno que beber de Él.

Pero la dificultad no está solo en beber, sino en llevar esa agua a los demás. De pequeños quizá bebimos de fuentes de montaña, con las manos abiertas, y sentimos el frescor de lo auténtico. Sin embargo, cuando intentamos transportar esa agua pura hasta nuestras casas, pasa por tuberías viejas, oxidadas, a veces rotas. El agua sigue siendo buena en su origen, pero llega mezclada con impurezas.

Así ocurre con la vida espiritual: el amor de Dios brota limpio, pero se enturbia al pasar por nuestras heridas, nuestras debilidades y contradicciones. Las “tuberías” de nuestro carácter, de nuestras relaciones, de nuestra rutina, a menudo están dañadas. A veces el orgullo, la prisa o la indiferencia hacen que el mensaje se pierda por el camino. La fuente es pura, pero el cauce está herido.

Y sin embargo, Dios no deja de fluir. El Espíritu Santo es el reparador invisible, el que limpia los conductos del alma y los restaura con paciencia. No somos canales perfectos, pero podemos ser canales limpios. Cada palabra amable, cada gesto de ternura, cada acto de perdón es una reparación en esa tubería que deja pasar la gracia. No hace falta un gran milagro: basta vivir con coherencia, con humildad, con amor sencillo.

Romano Guardini escribió que “la existencia del hombre tiene forma de orientación hacia Dios y proveniencia desde Dios”. Lo eterno, decía, no está lejos de lo cotidiano, sino que lo habita. El misterio de la fe se juega en lo pequeño: en el trabajo, en la familia, en la conversación de cada día. Y Xabier Pikaza, en su reflexión teológica, recuerda que el cristiano es “fuente y cauce”, no depósito; que la fe no se guarda, sino que se comparte fluyendo, porque lo que no fluye se estanca, y lo que se estanca termina perdiendo la vida.

Por eso, nuestra misión no es retener el agua, sino dejarla correr. Que el amor de Dios pase por nosotros sin obstáculos, sin el óxido del egoísmo, sin las fugas del resentimiento. Que nuestra vida sea cauce limpio donde otros puedan beber. Que quienes se acerquen a nosotros —en casa, en el trabajo, en la calle— perciban en el trato, en la palabra o en el silencio, la frescura de Cristo vivo.

Ser testimonio no significa hablar mucho de Dios, sino permitir que Él se vea en nosotros. No es imponer, sino reflejar. No es brillar por cuenta propia, sino dejar que brille la pureza de su agua en nuestras grietas. Cada vez que amamos, perdonamos o acompañamos, el agua viva de Dios fluye.

Señor Resucitado, fuente viva de nuestra esperanza, limpia nuestras tuberías, purifica nuestros gestos, corrige nuestros desvíos. Que el agua pura de tu amor corra libre por nuestra vida y llegue entera a quienes nos rodean. Que de nosotros no se filtre la duda ni el egoísmo, sino tu gracia, tu verdad y tu paz.

Y cuando la sed del mundo se haga insoportable, que quien se acerque a nosotros encuentre, en medio de sus cansancios, un sorbo del agua viva que eres Tú.

La sed no es una carencia: es una llamada de Dios en el interior del ser humano. La sed nos recuerda que no somos autosuficientes, que necesitamos ser saciados desde lo alto. En esa sed se revela la dignidad más honda del corazón: la capacidad de desear infinitamente.

Cuando Jesús dice «El que tenga sed, que venga a mí y beba», está pronunciando una invitación amorosa, no un mandato. Nos está diciendo: no huyas de tu sed, no la apagues con cosas pequeñas; tráela a mí. Porque la sed no se cura con distracciones, sino con encuentro.

Cada vez que alguien se acerca cansado, herido o solo, el Señor repite esa frase: Ven a mí y bebe. Cada vez que el alma se abre, aunque sea un instante, brotan ríos de agua viva, y lo imposible se vuelve fecundo. El amor vuelve a correr, la esperanza se hace nueva, la vida recupera su sentido.

La sed, entonces, deja de ser un vacío y se convierte en camino. Nos empuja hacia Aquel que puede llenarnos sin límite. Solo el corazón que tiene sed puede ser llenado, porque la sed nos mantiene abiertos, disponibles, atentos a la presencia de Dios en las cosas pequeñas.

Que esta sed santa nos acompañe siempre: no como falta, sino como impulso. Que nunca dejemos de tener sed de Dios, porque mientras tengamos sed, Él seguirá fluyendo en nosotros. Que el mundo vea en nuestras vidas —en nuestras obras, en nuestras palabras y silencios— el resplandor del agua que no se oxida, el agua pura del Resucitado, que corre silenciosa pero poderosa, empapando la tierra seca del alma humana y devolviéndole su verdor eterno.

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