El padre Alejandro Soler y la llamada a una fe que siga a Jesús

El padre Alejandro Soler y la llamada a una fe que siga a Jesús

Hoy recibí —desde Asturias— un vídeo con la homilía del padre Alejandro Soler. Gracias, padre Alejandro, por traer a nuestra atención tanto el dolor del mundo como la exigencia del Evangelio. En su mensaje hubo dos líneas fuertes que quiero recoger: la denuncia del olvido ante el sufrimiento de tantos hermanos que viven en situaciones difíciles y la llamada a una relación con Dios que no sea mercantil ni meramente ritual, sino seguimiento vivo de Jesús.

En primer lugar, no podemos silenciar el grito de quienes sufren. A nuestro alrededor hay soledad, pobreza, familias rotas, jóvenes desorientados, ancianos abandonados. Recordar a esas personas es un acto cristiano: no basta con la oración si no se traduce en acompañamiento, escucha y compromiso. La fe auténtica se hace visible en la cercanía concreta, no en las palabras ni en los gestos formales.

En meses recientes se han sucedido ataques contra comunidades en varias regiones de Nigeria; en algunos casos hubo muchísimas víctimas —familias enteras— y escenas de casas e iglesias incendiadas, con imágenes que circularon en redes mostrando cuerpos carbonizados y escenas de destrucción que impresionaron al mundo. Recordar a esas víctimas es un acto cristiano: no basta con la indignación verbal; la comunidad eclesial está llamada a la oración, a la denuncia ante las instituciones y a la solidaridad práctica con quienes huyen del terror. Al mismo tiempo, conviene no caer en simplificaciones: la crisis nigeriana mezcla violencia y conflictos locales, grupos armados y tensiones por tierra y recursos; es un fenómeno complejo que pide claridad en el relato, verdad en la información y compromiso para proteger a los vulnerables.

Volviendo al núcleo de la homilía: «Nuestra relación con Dios no es un comercio». El padre Alejandro lo ilustró con la imagen del padre que no enumera a su hijo todas las cosas que hizo por él; lo que se da a un hijo es gratuito, no una factura ni un recuento contable. Esa gratuidad de la paternidad divina es el fundamento de la fe: no buscamos a Dios para recibir puntos a cambio, sino para vivir una relación filial.

La parábola del hijo pródigo la usó para clarificar dos actitudes: el hijo menor, que no merecía nada y fue acogido con fiesta, y el hijo mayor, que reprocha la aparente injusticia. El reproche del mayor revela una fe convertida en trato comercial: “yo hice esto, ahora tienes que reconocerlo”. Pero Jesús muestra que la verdadera vida con el Padre es relación y perdón, no cálculo ni merecimiento. Si el hijo mayor hubiera pedido, el padre también habría celebrado; el problema es la distancia interior.

Esa misma prioridad del seguimiento por encima del rito aparece en la evocación de las bodas de Caná. Las seis tinajas que menciona Juan eran vasijas destinadas a los ritos de purificación; Jesús transforma esa agua ritual en vino para la fiesta, como señal de que la celebración y la relación valen más que la mera observancia externa. El texto lo dice con claridad: las tinajas estaban puestas «para el rito de la purificación de los judíos».

La fe que Jesús pide es una fe que camina: no una devoción contenida en gestos sino un seguimiento activo. El episodio de Pedro al caminar sobre las aguas ofrece la metáfora perfecta: cuando Pedro mira a Jesús camina; cuando mira al viento y a las olas se hunde. La lección es directa: la fe sostenida en el seguimiento supera el miedo y la religiosidad que se queda en la orilla.

Y aquí quiero detenerme para plantear dos preguntas duras que me surgen al escuchar la homilía del padre Alejandro: ¿qué significa la fe si no hay seguimiento? y ¿por qué muchos se alejan de la Iglesia? ¿por qué los jóvenes que hacen la comunión después no permanecen, o están distraídos en misa?

Es evidente que algo se está rompiendo entre la transmisión de la fe y la experiencia real de los creyentes. Durante años hemos insistido en enseñar fórmulas, rezos y ritos, pero quizá hemos olvidado enseñar la experiencia viva del encuentro con Jesús. Muchos niños aprenden a rezar, a asistir a misa y a prepararse para los sacramentos, pero cuando ese proceso termina, se encuentran con un vacío: no hay una comunidad que los sostenga, no hay una fe que se viva en casa ni una experiencia que los conmueva. Entonces, la religión se vuelve un recuerdo, no una vida.

Aquí conviene recordar algo esencial: la fe ya no se transmite por simple herencia cultural, como en otros tiempos. Hoy la fe necesita ser propuesta, acompañada y testimoniada. No basta con “enseñar religión”; hay que mostrar cómo la fe puede dar sentido a la existencia, cómo ilumina las preguntas, los miedos y los deseos del ser humano. La transmisión de la fe es un acto de comunicación existencial, no de información religiosa: se contagia por contacto, por cercanía, por testimonio. Cuando los padres, los catequistas o los sacerdotes viven la fe con gozo y coherencia, la fe se vuelve creíble y deseable. Cuando se vive como carga o rutina, pierde su fuerza de atracción.

El problema no es la misa ni los sacramentos —que son fuente de gracia—, sino el modo en que los vivimos. Si los ritos se reducen a gestos automáticos o a compromisos sociales, pierden su fuerza transformadora. La liturgia debería ser el lugar del encuentro, no una rutina; debería ayudarnos a escuchar la voz de Dios en medio de la vida, a renovar el compromiso con los demás, a abrir el corazón. Pero muchas veces se percibe como un cumplimiento, un “venir y marcharse”, sin espacio para el asombro ni la cercanía fraterna.

Hay teólogos que han insistido en que la verdadera fe no nace del rito, sino del encuentro. Lo esencial del cristianismo no es una doctrina que se memoriza, sino una persona que se sigue. Jesús no pidió “id y repetid oraciones”, sino “venid y seguidme”. El seguimiento supone una relación viva, dinámica, que transforma la existencia. Cuando esa relación se sustituye por la costumbre, el cristianismo se vacía de su sentido original y se convierte en una forma sin alma.

El Evangelio no propone una religión ritual, sino una comunión de vida. Cuando Jesús curaba, perdonaba o compartía la mesa, no estaba cumpliendo ritos: estaba manifestando la cercanía del Reino. Esa es la raíz de la fe: una experiencia de amor recibido y compartido, una relación que no se mide por méritos ni por normas, sino por la entrega del corazón.

Por eso, cuando muchos jóvenes o adultos se alejan después de la comunión o de la confirmación, no lo hacen por rebeldía, sino porque no han encontrado en la Iglesia un espacio donde su vida y sus preguntas tengan cabida. No basta enseñar a rezar; hay que ayudar a descubrir que Dios habla en la vida concreta, en los amigos, en la familia, en el trabajo, en la búsqueda de sentido. La Iglesia tiene que ser el lugar donde esa vida se ilumine, se comparta y se celebre, no un lugar donde solo se repiten fórmulas.

En este sentido, una fe madura no se mide por la frecuencia de los ritos, sino por la capacidad de amar, de servir, de perdonar y de mantener la esperanza. Una persona que sigue a Jesús no lo demuestra con palabras, sino con gestos de compasión y coherencia. Cuando eso falta, los templos se llenan de silencio ritual pero no de vida.

La fe verdadera necesita comunidad, experiencia y compromiso. La misa tiene sentido cuando nos empuja a salir al mundo con el corazón cambiado; la oración tiene valor cuando nos hace más humanos y más cercanos a los demás; el seguimiento tiene peso cuando nos lleva a construir fraternidad, no estructuras vacías.

Por eso, la gran tarea pastoral de nuestro tiempo no es aumentar los ritos ni multiplicar las normas, sino despertar el deseo de encuentro, renovar la fe como experiencia personal y comunitaria. El futuro de la Iglesia no está en conservar costumbres, sino en volver al Evangelio vivo de Jesús, ese que transforma el rito en vida y la religión en amor.

Hay muchas voces dentro de la Iglesia que recuerdan que la verdadera renovación cristiana nace del corazón que sigue a Cristo más que del cumplimiento externo del rito. La propuesta pastoral es clara: prioridad a la catequesis que forma el corazón, acompañamiento cercano a familias y jóvenes, liturgias que evangelicen con alegría y compromiso, y una Iglesia que se comprometa también en lo cotidiano: visitando enfermos, acompañando ancianos solos, escuchando a quien atraviesa un duelo, apoyando a los que tienen dificultades económicas o familiares, y ofreciendo una palabra de consuelo y esperanza a quienes se sienten lejos de Dios.

Para cerrar, un reconocimiento: gracias, padre Alejandro, por su denuncia y su ternura. Su homilía nos recuerda que la fe es regalo y tarea: no la convirtamos en comercio, sino en seguimiento. Y no olvidemos a los que sufren: recordarlos, orar por ellos y actuar en su favor es parte del discipulado que Jesús nos pide.

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