Resulta sorprendente leer la carta del arzobispo de Oviedo, Jesús Sanz Montes, y comprobar cómo mezcla en un mismo saco la vuelta al colegio, los incendios forestales y una polémica sobre el uso de un polideportivo para un ritual musulmán. El texto comienza evocando la normalidad que regresa tras el verano y la tragedia de los incendios que arrasan casas, montes y vidas. Pero pronto deriva hacia una queja personal: las críticas que recibió por unas declaraciones suyas. Y ahí el tono cambia: del lamento por la naturaleza devastada a la queja por la incomprensión mediática, del dolor real de familias que lo han perdido todo a la supuesta persecución que él mismo siente por haber hablado.
La primera incoherencia es precisamente esa: utilizar tragedias colectivas para introducir una polémica que, en el fondo, se limita a justificar un término mal empleado. Equiparar la desgracia de quienes han visto arder sus casas o han perdido a seres queridos con el disgusto que le provocó una polémica semántica resulta, como poco, desproporcionado. La carta se presenta como un desahogo personal que trivializa el sufrimiento ajeno para reforzar un relato victimista.
Otro punto esencial es el modo en que el arzobispo aborda el pluralismo religioso. Afirma que no se pronunció sobre la cuestión concreta del polideportivo, pero en realidad sí lo hace: contrapone la permisividad hacia un rito musulmán en España con la falta de libertad para los cristianos en países de mayoría islámica. Su argumento principal es la reciprocidad, pero en realidad es una falacia. Los derechos fundamentales no dependen de lo que otros hagan en sus países, sino de lo que cada sociedad se compromete a respetar en sí misma. España no concede libertad religiosa “a cambio de” que otros países lo hagan, sino porque nuestra Constitución lo establece, porque es un principio irrenunciable en una democracia moderna.
Además, la idea de exigir reciprocidad convierte a los musulmanes que viven aquí en rehenes de lo que hagan gobiernos lejanos que nada tienen que ver con ellos. ¿Deberíamos acaso restringir la libertad de los católicos españoles cada vez que un Estado de mayoría cristiana vulnera los derechos humanos? El razonamiento se derrumba en cuanto se aplica con la misma lógica a otros contextos.
El arzobispo insiste también en la supuesta persecución sistemática contra los cristianos en países musulmanes. Es cierto que en varios lugares existen graves limitaciones y violencia contra minorías religiosas, incluidos los cristianos. Pero generalizar esa violencia y proyectarla sobre todos los musulmanes en España es injusto y peligroso. Muchos de los musulmanes que viven en nuestro país huyen precisamente de esos mismos fanatismos.
El punto más polémico de su carta es la defensa del término “moritos”. El arzobispo recurre a una explicación etimológica, como si la raíz griega o el uso medieval justificaran el presente. Pero el lenguaje no es solo etimología: es también contexto, evolución y connotación. Hoy el término en España está cargado de una larga historia de desprecio colonial, discriminación y estigmatización. Y el diminutivo “moritos” no suena cariñoso, sino condescendiente y despectivo. Pretender lo contrario es ignorar cómo se vive realmente esa palabra entre quienes la reciben.
Del mismo modo que sería ofensivo llamar “negritos” a los africanos o “chinillos” a los asiáticos, “moritos” no es un apelativo amable. Lo que revela la carta es una falta de sensibilidad: se pone más empeño en defender la propia palabra usada que en reconocer el dolor que puede provocar. En el siglo XXI, y más viniendo de un líder religioso, se esperaría humildad y capacidad de rectificar, no una defensa numantina de términos anacrónicos.
También es llamativo cómo el arzobispo construye su relato en clave de conspiración: habla de “diatribas sincronizadas” y de una “exclusión” orquestada para atacarlo. Pero al mismo tiempo asegura haber recibido un “inmenso apoyo” internacional. Es decir, combina la narrativa de víctima con la de portavoz de una mayoría silenciosa. Ambas a la vez son difíciles de sostener.
Finalmente, el arzobispo concluye que todo lo que pedía era “reciprocidad” y “diálogo”. Pero su carta rezuma más agravio que diálogo, más reproche que apertura. Un verdadero diálogo interreligioso empieza reconociendo la dignidad del otro, cuidando el lenguaje y evitando comparaciones hirientes. Lo que construye puentes no es recordar lo que en otros países se prohíbe, sino lo que en este país podemos garantizar: igualdad, respeto y libertad para todos.
En resumen, la carta de Jesús Sanz Montes revela victimismo personal, desconocimiento del peso real de las palabras y un razonamiento falaz sobre los derechos fundamentales. Se equivoca al usar el dolor de los incendios para introducir una queja personal, se equivoca al exigir reciprocidad como condición para la libertad religiosa, se equivoca al generalizar violencias cometidas en otros contextos, y se equivoca, sobre todo, al defender el término “moritos” como si fuera inocuo. España necesita líderes religiosos que trabajen de verdad por el respeto y la convivencia, no que enciendan hogueras retóricas que dividen.