El tercer mandamiento nos recuerda la grandeza de Dios y nuestro deber de darle culto. La tradición de la Iglesia ha precisado este deber a través del precepto dominical, que pide a los fieles participar en la Eucaristía dominical o en las fiestas de precepto. A lo largo de los siglos, esta norma ha sido un punto de referencia esencial para la vida cristiana, una llamada a centrar nuestra existencia en el Señor resucitado. Sin embargo, hoy muchos creyentes experimentan un conflicto interior: ¿es suficiente cumplir con la obligación externa, cuando lo que se vive en algunas celebraciones produce más heridas que consuelo, más temor que esperanza?
La Iglesia enseña que la Eucaristía es fuente y culmen de la vida cristiana. No se trata, por tanto, de una asistencia mecánica o de un simple deber jurídico, sino de un encuentro transformador con Cristo vivo. La pregunta que debemos hacernos es si nuestras celebraciones, en la práctica, conducen a este encuentro o si, por el contrario, lo oscurecen con discursos que hieren conciencias y homilías que transmiten un Dios lejano, severo o incapaz de compadecerse de las fragilidades humanas.
No son pocos los fieles que, al escuchar determinadas prédicas centradas casi exclusivamente en el pecado, el castigo o el infierno, salen de la iglesia con más miedo que paz, con más culpa que esperanza. En esas circunstancias, la misa deja de ser memorial gozoso del Resucitado y se convierte en un recordatorio constante de la propia indignidad. El resultado es previsible: muchos se alejan, otros asisten con una fidelidad triste, y no faltan quienes buscan espacios de oración comunitaria donde experimenten un rostro más humano y misericordioso de Dios.
No olvidemos que la norma eclesial sobre el precepto dominical reconoce excepciones claras. El Catecismo recuerda que razones serias —como enfermedad o cuidado de niños pequeños— excusan del cumplimiento. Pero conviene ir más allá: ¿no es también “razón seria” el hecho de que una celebración parroquial se convierta en un espacio de violencia espiritual? ¿No puede constituir un daño real para la conciencia el verse obligado a escuchar palabras que aplastan en lugar de levantar, que acusan en lugar de acompañar? La Iglesia, que es madre, no puede ignorar estas situaciones.
El derecho canónico mismo establece que el precepto se cumple “dondequiera que se celebre en un rito católico”. Esta amplitud abre la puerta a que el fiel busque, legítimamente, una comunidad donde la celebración le ayude realmente a encontrarse con Cristo. El sacrificio de desplazarse a otra parroquia o templo, en busca de una liturgia vivida con fe, no debería interpretarse como desobediencia, sino como un acto de amor a la Eucaristía. Es, en realidad, tomar en serio lo que la exhortación apostólica Sacramentum caritatis subrayaba: la centralidad del domingo como día del Señor.
Ahora bien, el problema de fondo no es solo pastoral sino también estructural. La escasez de sacerdotes, unida a la falta de relevo vocacional, hace que muchas comunidades dependan de celebraciones de la Palabra en ausencia de presbítero. La Iglesia reconoce estas asambleas y, aunque no sustituyen a la misa, pueden ser ocasión de encuentro fraterno y de escucha de la Palabra de Dios. El peligro no está en estas celebraciones, sino en el clericalismo que las desprecia o en el legalismo que insiste en su insuficiencia sin reconocer su valor.
Al mismo tiempo, habría que preguntarse si la crisis vocacional no tiene algo que ver con la forma en que se presenta a Dios. Un Dios reducido a juez implacable, más preocupado por la letra de la ley que por la salvación de las personas, difícilmente puede suscitar entusiasmo en los corazones jóvenes. Si la Iglesia quiere sacerdotes, necesita primero comunidades vivas, donde el Evangelio se anuncie como Buena Noticia y no como un pesado fardo.
El precepto dominical tiene sentido cuando se comprende a la luz de la Pascua: Cristo resucitado nos convoca para celebrar su victoria sobre la muerte. Todo lo que contradiga este núcleo —miedo, amenazas, condenas indiscriminadas— desvirtúa el mandamiento. El descanso dominical, la alegría del encuentro, la solidaridad con los pobres, la comunión fraterna: estos son los frutos que deberían brotar del día del Señor.
Por eso, conviene recordar que la letra de la norma nunca puede imponerse sobre la misericordia que inspira su espíritu. El domingo no es solo un deber, es un don. No es una carga más que soportar, sino un espacio para respirar el aire nuevo de la gracia. Cuando se pierde esta perspectiva, el precepto se transforma en legalismo estéril y deja de atraer a los fieles.
La Iglesia del futuro dependerá de cómo vivamos hoy esta tensión entre norma y misericordia. Si seguimos insistiendo únicamente en la obligación, corremos el riesgo de vaciar los templos y debilitar la fe de quienes aún resisten. Pero si redescubrimos el domingo como experiencia de alegría, de encuentro y de libertad en Cristo, entonces el precepto volverá a ser lo que siempre debió ser: una brújula que nos orienta hacia el corazón de Dios.
En definitiva, cumplir con el precepto dominical no debería reducirse a “estar presentes” en un banco de iglesia, sino a participar de una liturgia que nos acerque al amor de Cristo y nos haga más humanos, más compasivos y más libres. Ese es el verdadero sentido del mandamiento: abrir un espacio semanal donde la gracia se haga presente y nos recuerde que, más allá de nuestras caídas, siempre somos hijos amados de Dios.