Sacerdotes llamados a arder, no a consumirse

Sacerdotes llamados a arder, no a consumirse

La noticia del suicidio de un joven sacerdote ha conmovido profundamente a la Iglesia. Cada vez que un pastor, que había entregado su vida al Señor y a su pueblo, cae en la desesperanza, toda la comunidad se siente interpelada. No se trata de juzgar ni de dar respuestas rápidas, sino de escuchar en silencio y de preguntarnos: ¿cómo estamos cuidando a quienes nos cuidan?

El peso de un ministerio exigente

Hoy, muchos sacerdotes viven bajo una presión pastoral enorme. En algunas diócesis, un mismo presbítero debe atender varias parroquias, recorriendo kilómetros cada día, sin apenas tiempo para detenerse. El cura se convierte, a veces, en un funcionario del altar, un gestor de sacramentos que corre de un templo a otro.

Ese ritmo desgasta. Se multiplica la actividad, pero se resiente lo esencial: la vida de oración, el encuentro personal con Cristo, que es la fuente de todo ministerio. Un misionero decía que en su comunidad se levantaban de madrugada para orar: “los obreros del arsenal se levantan a las cinco de la mañana para trabajar; nosotros lo hacemos para estar con el Señor”. Ese testimonio recuerda que la oración no es un añadido, sino el corazón mismo de la misión. Sin ella, el sacerdote se expone al riesgo de vaciarse por dentro.

La soledad que pesa

Otro de los grandes desafíos es la soledad. El celibato, cuando se vive como una opción libre y fecunda, puede ser un signo luminoso de entrega. Pero cuando se convierte en simple obligación, sin acompañamiento ni fraternidad, puede transformarse en un peso difícil de sobrellevar.

El ser humano no está hecho para vivir aislado. Por eso, el sacerdote necesita experimentar la amistad sincera con sus hermanos presbíteros, la cercanía de su obispo y el afecto de la comunidad que le ha sido confiada. Cuando estas relaciones se debilitan, aparece un vacío que puede derivar en tristeza, en refugios dañinos o incluso en desesperación.

El psicoanalista Eugen Drewermann ha descrito con fuerza estas heridas interiores que, a veces, desgarran la vida de los presbíteros. Y voces teológicas como la de Xabier Pikaza han recordado que la Iglesia debería reflexionar con mayor serenidad sobre estas cuestiones, escuchando la experiencia concreta de los pastores y buscando caminos de mayor humanidad.

Entre la idealización y la realidad

En ocasiones, en la formación inicial se presenta un ideal demasiado alto: sacerdotes perfectos, siempre fuertes, siempre disponibles, sin fragilidades. La realidad es otra: hombres frágiles que necesitan apoyo, acompañamiento y comprensión. Cuando ese desfase entre el ideal y la vida cotidiana no se integra con humildad, puede nacer la frustración y el desencanto.

El Concilio Vaticano II y la exhortación Pastores dabo vobis recordaron que el ministerio sacerdotal no es nunca individual, sino relacional: con Dios, con los demás sacerdotes, con el obispo y con el pueblo santo de Dios. Esta dimensión comunitaria, vivida en fraternidad real, es el mejor antídoto contra la soledad malsana.

Rivalidades que hieren la comunión

A este panorama se añade otro problema no menos doloroso: la falta de unidad y las rivalidades entre sacerdotes. Con frecuencia se escuchan tensiones, recelos y críticas veladas que impiden vivir la fraternidad presbiteral como un don. No pocos sacerdotes, en lugar de mirarse como hermanos, caen en la tentación de mirarse como competidores.

Hay quienes centran sus energías en buscar ascensos, cargos o reconocimientos, olvidando que el verdadero centro de su vida no es el poder, sino Cristo. Cuando el corazón del sacerdote se fija más en “subir” que en servir, pierde de vista la esencia de su vocación.

El Evangelio nos ofrece una imagen luminosa: Pedro caminando sobre las aguas. Mientras tuvo la mirada puesta en Jesús, pudo avanzar sobre el mar embravecido; pero cuando se fijó en el viento y en el oleaje, comenzó a hundirse. Así ocurre también con el sacerdote: cuando aparta la mirada de Cristo y se obsesiona con su carrera, con los cargos o con sus inseguridades, se hunde en la mediocridad y en el desánimo.

Una Iglesia que cuida de sus pastores

La crisis de algunos sacerdotes no debe verse como un fracaso individual, sino como una llamada a toda la Iglesia. Los presbíteros necesitan sentirse cuidados y sostenidos. No basta con pedirles más trabajo ni con multiplicar sus responsabilidades. Es urgente ofrecerles espacios de descanso, fraternidad y acompañamiento espiritual.

También es necesario redescubrir la belleza de la oración como fuente de alegría y de sentido. Sin oración no hay ministerio fecundo. Un cura que reza no es un sacerdote que pierde tiempo, sino uno que encuentra la fuerza para seguir sirviendo con amor y paciencia.

Una llamada al corazón

El suicidio de un sacerdote es siempre un misterio de dolor. Pero también puede ser un grito que nos invita a reflexionar con valentía: ¿qué estamos haciendo para que nuestros curas vivan con paz, con gozo y con fraternidad? ¿Cómo ayudamos a que su entrega sea camino de plenitud y no de desgaste?

La Iglesia no necesita sacerdotes que simplemente “cumplan” con lo que se les pide, sino hombres que ardan con el fuego del Espíritu, que vivan su vocación con alegría, cercanos al Señor y a sus comunidades. Para eso, deben sentirse acompañados en su fragilidad, sostenidos en su soledad y reconocidos en su servicio.

Solo así nuestros sacerdotes podrán caminar sobre las aguas de la vida, no hundiéndose en las tempestades de la soledad y la rivalidad, sino con la mirada fija en Cristo, que sigue tendiéndoles la mano y diciendo: “No tengas miedo”.

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