El Evangelio según Mateo contiene una advertencia contundente de Jesús que debería orientar toda reflexión seria acerca de la autoridad religiosa y la manera en que los creyentes se relacionan con quienes ejercen alguna función en la comunidad: “A nadie en la tierra llaméis padre, porque no tenéis sino uno, el Padre celestial” (Mateo 23:9). La frase es clara, directa y tajante. No deja resquicios para la ambigüedad ni para interpretaciones que pretendan suavizar el peso de sus palabras. Jesús no dice “no llaméis padre a algunos”, ni “evitad los abusos en el uso de ese título”. Su enseñanza es absoluta: a nadie.
Cuando analizamos el contexto, vemos que Cristo se dirige a sus discípulos y a las multitudes para advertirles contra los escribas y fariseos que amaban los honores y los títulos de reconocimiento religioso. Les gustaba ser saludados como “rabí” (maestro) y ocupar los primeros lugares en las sinagogas y banquetes. En ese marco, Jesús prohíbe expresamente el uso de títulos que eleven a unos hombres por encima de los demás: “rabí”, “padre”, “guía”. La razón es simple y teológicamente profunda: la comunidad cristiana debe reconocer solo a Dios como Padre, solo a Cristo como Maestro, y solo al Espíritu como Guía.
Es importante atender al texto original en griego. En Mateo 23:8-10 aparecen términos clave: ῥαββί (rabbi, maestro), πατήρ (patér, padre), y καθηγηταί (kathegetai, guías o instructores). Este último, καθηγηταί, de donde viene “catequista”, significa literalmente instructor, maestro, orientador o doctor en el sentido de alguien que conduce a otros. Jesús lo rechaza en la misma línea que rechaza el título de padre aplicado a hombres. No se trata, pues, de un simple matiz cultural, sino de una enseñanza sistemática contra la sacralización de personas.
Ahora bien, muchos argumentan que en la tradición cristiana es legítimo llamar “padre” a los sacerdotes porque Pablo se refería a sí mismo como “padre” en sentido espiritual, o porque hablaba de la comunidad como sus “hijos”. Sin embargo, una lectura cuidadosa de sus cartas revela que Pablo nunca reclama para sí un título jerárquico. Por el contrario, en 1 Corintios 12:28, cuando enumera los carismas en la Iglesia, utiliza un lenguaje muy diferente. Dice: “Y a unos puso Dios en la Iglesia, primeramente apóstoles; en segundo lugar profetas; en tercer lugar maestros (διδασκάλους); luego milagros; después dones de sanidades, ayudas, administraciones, géneros de lenguas.” La palabra usada aquí es διδάσκαλος (didáskalos), es decir, “maestro” en el sentido de alguien que enseña. No usa “πατήρ” (padre), sino un término funcional. El maestro instruye, pero no genera vida espiritual por sí mismo.
Aquí hay un contraste significativo: Jesús prohíbe el uso de títulos honoríficos como “rabí”, “padre” o “kathegetai”, porque solo Dios es Padre, solo Cristo es Maestro, y solo el Espíritu Santo es el verdadero Guía. Pablo, en lugar de contradecir a Jesús, confirma esta enseñanza al describir los ministerios en la Iglesia como funciones, no como títulos que eleven a una persona sobre otra. Los dones de enseñanza, de profecía, de ayuda o de administración son servicios, no jerarquías sacralizadas.
En este marco, el uso de “padre” para referirse a un cura se convierte en una contradicción directa con el mandato de Jesús. Decirle “padre” a un hombre es desplazar, aunque sea de manera simbólica, la paternidad exclusiva de Dios. Algunos pueden argumentar que se trata solo de un modo de respeto o de una costumbre, pero precisamente las palabras de Jesús en Mateo 23 muestran que las costumbres religiosas pueden convertirse en trampas de orgullo y poder. Los fariseos se aferraban a sus títulos y eso les impedía vivir la humildad que Dios pedía. ¿No ocurre algo semejante cuando los sacerdotes insisten en ser llamados “padres” y se presenta esa relación como indispensable para la fe de los fieles?
Es llamativo que el cristianismo primitivo no conociera este uso del término “padre” para los dirigentes comunitarios. La comunidad de los Hechos de los Apóstoles se llamaba a sí misma “hermanos”. Esa palabra, “hermanos”, refleja mucho mejor la visión de igualdad radical en Cristo. Todos son hijos de un mismo Padre celestial, por lo tanto, entre ellos no debe haber alguien que reclame ser padre. Con el paso del tiempo, y bajo la influencia de estructuras jerárquicas heredadas del Imperio romano, se consolidó la figura del sacerdote como mediador y se adoptó el uso de “padre” como signo de respeto. Pero esta práctica no proviene del Evangelio, sino de una tradición eclesiástica posterior.
Volviendo al griego, resulta decisivo entender que καθηγηταί (kathegetai) no es simplemente “maestro” en el sentido escolar, sino “guía”, “orientador”. Jesús lo coloca en la misma categoría de títulos que excluye. Y en contraposición, Pablo en 1 Corintios 12 no habla de “kathegetai”, sino de “didáskalos”. Es decir, no hay lugar en la Iglesia para un “guía” absoluto ni para un “padre” humano, porque el único guía y padre es Dios. Lo que hay son maestros que enseñan y profetas que anuncian, pero siempre como servidores, no como figuras que absorben la reverencia debida solo al Señor.
Además, llamar “padre” a un cura no solo contradice la enseñanza de Jesús, sino que puede oscurecer la experiencia personal de Dios como Padre. Si un creyente se acostumbra a pensar en su sacerdote como su “padre”, corre el riesgo de desplazar hacia esa figura humana la relación filial que debería ser directa con el Creador. La espiritualidad cristiana se fundamenta en que cada persona puede clamar a Dios como “Abba, Padre” (Romanos 8:15). No necesitamos intermediarios humanos para reconocer esa filiación.
En conclusión, la prohibición de Jesús en Mateo 23:9 sigue siendo válida y radical: no llaméis padre a nadie en la tierra. La tradición de llamar “padres” a los sacerdotes es contraria al Evangelio, se aparta del ejemplo de Pablo y corre el riesgo de fomentar estructuras de poder que oscurecen la fraternidad cristiana. Solo Dios es Padre, solo Cristo es Maestro, y solo el Espíritu es Guía. Reconocer esto es recuperar la pureza del mensaje de Jesús y la sencillez de la primera comunidad cristiana, que vivía no bajo jerarquías de títulos honoríficos, sino en la igualdad de los hermanos que comparten la misma fe y la misma esperanza.