Estos días, Facebook me trajo a la memoria un recuerdo que me tocó profundamente: una foto de Juan Cabo Meana y Agustín Villamor Herrero apareció en mi muro de Facebook, y me invadió una mezcla de nostalgia y gratitud. Fue ese instante, efímero pero intenso, el que me motivó a escribir de nuevo sobre ellos, aunque a diario los tengo presentes en mi corazón. Su memoria no necesita de fotografías; vive en mí y en todos los que tuvimos la suerte de conocerlos, de caminar a su lado y de aprender de su ejemplo de fe y entrega.
Hay hombres cuyo paso por este mundo deja una huella que no puede borrarse con el tiempo ni con el olvido. Juan y Agustín fueron dos de esos hombres, dos almas consagradas a Cristo que caminaron por caminos de selva, de riesgo y de entrega, llevando consigo la presencia de Dios en cada gesto, en cada palabra, en cada mirada. Sus vidas fueron cortas, sí, pero tan llenas de significado que parecen eternas para quienes tuvimos la gracia de conocerlos.
Juan Cabo Meana fue un hombre de corazón inmenso. Su virtud más brillante era la capacidad de escuchar, no solo palabras, sino silencios, penas ocultas, historias que otros no tenían valor de compartir. En los rincones más recónditos de la selva peruana, entre caminos difíciles, enfermedades y soledad, Juan aprendió a entender a las personas en su esencia, sin juicios, con una fe en la bondad humana que rozaba lo sublime. Nunca buscó poder ni reconocimiento, ni en América ni en España. Su vida fue un testimonio de generosidad, humildad y entrega absoluta, siempre disponible, siempre dispuesto a ofrecer su mejor palabra, su compañía y su oración. La amistad que brindó a quienes le rodeábamos —como Mabel y Xabier Pikaza— reflejaba su capacidad de ver en cada persona un reflejo del amor de Dios. Juan fue un corazón que se desbordaba, un espíritu que enseñaba con el ejemplo que la verdadera grandeza consiste en dar sin medida.
Agustín Villamor Herrero fue la luz clara en la oscuridad, un hombre cuya fe era tan firme como un árbol en la selva, profundamente enraizado en la palabra de Dios. Su mirada y su corazón destilaban honestidad, pureza y confianza. No había doblez en él; todo lo que decía y hacía estaba alineado con el Evangelio. En medio de peligros conscientes en la selva peruana, su Padre Dios fue su compañero constante, y su fe, su fuerza. Agustín fue un profeta silencioso, un siervo de Dios que no toleraba injusticias ni excusas, y cuya vida demostró que la consagración plena transforma a quien se deja moldear por el amor divino. Su humildad fascinaba, su coherencia retaba y su bondad iluminaba a todos los que se acercaban a él.
Ambos, Juan y Agustín, compartieron no solo la misión, sino la amistad profunda, la complicidad de quienes saben que la verdadera fe se mide en entrega, no en palabras. Su relación fue un reflejo de Dios en la vida cotidiana, de la fidelidad que transforma los caminos más arduos en oportunidades para servir y amar. La selva, con sus riesgos, enfermedades y soledad, no apagó su luz; al contrario, la hizo brillar con más intensidad, mostrando que la verdadera misión no conoce horarios ni límites, sino un corazón dispuesto a darlo todo.
El legado de estos hombres de Dios no se limita a lo que hicieron, sino a lo que enseñaron: la fe que sostiene en medio de la prueba, la humildad que vence al orgullo, la generosidad que supera cualquier cálculo humano, y la amistad que refleja la presencia de Cristo. En ellos se refleja la nobleza del Buen Samaritano, que supo tender la mano a quienes sufrían; la fidelidad y rectitud de José, que se mantuvo firme en medio de la adversidad; y la valentía y justicia de David, que enfrentó los desafíos confiando plenamente en Dios. Juan y Agustín nos mostraron que Dios actúa a través de quienes se entregan sin reservas, que el amor verdadero se evidencia en los actos más pequeños y que, incluso en la adversidad más grande, la luz de Dios puede brillar a través de quienes se consagran plenamente a Él.
Recordarlos es un acto de gratitud y de esperanza. Sus vidas nos invitan a mirar más allá de lo visible, a reconocer que la verdadera misión, la verdadera grandeza, está en el servicio, en la entrega total, y en la capacidad de amar como ellos amaron. Juan Cabo Meana y Agustín Villamor Herrero son, y serán siempre, testimonio vivo de que Dios puede obrar maravillas en quienes le entregan su vida sin reservas, y su ejemplo seguirá guiando a quienes buscan vivir con fe, coraje y generosidad en este mundo.