En un panorama eclesial que a menudo se queda corto de voces lúcidas, la pluma de José María Álvarez Rodríguez brilla con una claridad que estremece y reconforta. Sus ochenta y cuatro años no le restan vigor; al contrario, le otorgan la autoridad de quien ha vivido, reflexionado y caminado largo trecho dentro y fuera de la Iglesia. En su reciente escrito en Redes Cristianas, que firma con el temple de quien nunca se conforma con medias verdades, Álvarez pone en evidencia la obcecación del arzobispo de Oviedo, Jesús Sanz Montes, cuyas declaraciones vuelven a situarlo en el centro de la polémica y, lo que es peor, en las antípodas del Evangelio que dice defender.
El texto comienza constatando una realidad palpable: el arzobispo se muestra desnortado al considerar “extraña” la polémica surgida en torno a la prohibición del uso del polideportivo de Jumilla por parte de la comunidad musulmana para celebrar sus encuentros anuales. Una afirmación que, si no fuera tan seria, podría rozar lo caricaturesco: ¿cómo puede resultar extraña la reacción ciudadana ante una norma que recorta derechos fundamentales como la libertad religiosa? La pregunta se contesta sola. El desconcierto no está en la polémica social, sino en el pensamiento de quien ocupa la sede ovetense.
Álvarez recuerda con ironía punzante que incluso la Conferencia Episcopal Española se ha alineado con la postura de la Comisión Islámica de España, defendiendo abiertamente el derecho constitucional a la libertad de culto. Resulta entonces insólito, por no decir alarmante, que un obispo pretenda desoír tanto a la ley civil como a la orientación de sus propios colegas episcopales. Pero Jesús Sanz, fiel a su estilo, parece empeñado en nadar contra toda corriente que huela a apertura, concordia o ecumenismo.
El meollo de su argumentación es particularmente revelador: el arzobispo apela a la “reciprocidad”. Según él, los musulmanes en España deberían ser tratados de la misma manera en que los católicos son tratados en países de mayoría islámica. Una lógica que, desnudada por Álvarez, no resiste el mínimo examen. ¿De verdad se puede responsabilizar a los musulmanes que viven en Asturias de los atentados cometidos por grupos yihadistas en Congo o Siria? ¿Es cristiano pedir que las familias musulmanas de Jumilla paguen aquí el precio del fanatismo que otros ejercen a miles de kilómetros? La ironía de Álvarez cala hondo: lo que el arzobispo llama reciprocidad no es otra cosa que una forma refinada de castigo colectivo.
En este punto el autor recuerda ejemplos sangrientos de violencia contra comunidades cristianas en países islámicos, pero no para justificar la postura del prelado, sino para desenmascarar su crueldad. Nada hay más antievangélico que tomar rehenes de derechos humanos a quienes nada tienen que ver con esos crímenes. La pregunta retórica de Álvarez resuena con fuerza: ¿pretende el obispo que los musulmanes en España sufran restricciones como moneda de cambio para que otros regímenes respeten a los católicos en su territorio? “En lenguaje popular, esto es de locos”, sentencia con agudeza.
La crítica de Álvarez no se queda en lo político; penetra también en lo espiritual. Jesús Sanz descalifica los argumentos de quienes defienden la libertad religiosa tachándolos de “grandilocuentes” o de querer “parecer estupendos”. La ligereza con que reduce la defensa de un derecho humano fundamental a un mero postureo intelectual revela hasta qué punto su mirada se ha contaminado de un resentimiento ideológico que poco tiene que ver con el Evangelio. Y lo más llamativo: todo esto lo hace en nombre de Cristo, el mismo Cristo que proclamó: “Bienaventurados los que trabajan por la paz”.
Con fina ironía, Álvarez recuerda que ya en 2024 el franciscano José Luis Ferrando le aconsejaba al arzobispo prudencia y humildad, dos virtudes que deberían ser la marca del cristianismo, pero que parecen haber desaparecido del repertorio del prelado ovetense. Lejos de enmendarse, ha perseverado en un discurso provocador que más parece un combustible para el fuego de la xenofobia que un bálsamo para la convivencia.
El artículo no omite tampoco la dimensión social y política del problema. Los políticos asturianos han empezado a afear con razón las posturas del arzobispo, conscientes de que sus declaraciones alimentan el discurso de la extrema derecha y ponen en riesgo la paz social. Y Álvarez va más allá: interpela directamente a la comunidad católica ovetense y, en particular, a su clero. ¿Hasta cuándo permanecerán en silencio los vicarios, arciprestes y consejeros diocesanos que no comparten estas posiciones? Su silencio, advierte, corre el riesgo de convertirse en complicidad.
El tono irónico del autor se mezcla con una seriedad de fondo incontestable. El arzobispo parece disfrutar del “candelero”, de estar siempre en el centro de la polémica, aunque sea a costa de la paz social y de la imagen de la propia Iglesia. Y mientras tanto, muchos fieles sienten creciente malestar al ver cómo su pastor convierte la sede episcopal en tribuna de confrontación política en lugar de ser espacio de reconciliación y acogida.
La conclusión de Álvarez es tan dura como justa: la Iglesia católica necesita recuperar el rumbo común, ese que mira al ecumenismo, al respeto mutuo y al diálogo interreligioso, en lugar de enrocarse en discursos excluyentes y alimentados por el miedo. Y lo dice con la credibilidad de quien ha sido sacerdote durante décadas y sigue caminando la fe desde la secularidad, sin dejar de pertenecer a ese cristianismo encarnado y comprometido que representó Gaspar García Laviana.
En definitiva, lo que nos ofrece José María Álvarez no es un simple artículo de opinión, sino un acto de valentía evangélica. Alaba la convivencia, defiende la libertad, denuncia la injusticia y, sobre todo, desenmascara la incoherencia de un obispo que parece haber olvidado que la única reciprocidad válida para un cristiano es la del Amor sin condiciones.
La voz de este octogenario asturiano resuena como un recordatorio necesario: la fe no consiste en levantar muros ni en dividir a las comunidades, sino en derribar las barreras que nos separan. Y esa lección, tan simple como profunda, es la que el arzobispo de Oviedo parece no entender. Menos mal que aún hay creyentes, como Álvarez, que se atreven a recordarlo con la fuerza de la palabra y la ironía bien usada.