Cada cierto número de años, el calendario litúrgico anuncia con pompa lo que llaman “Años Jacobeos”: 2027, 2032, 2038 y 2049 son las próximas citas. Se promete que, viajando a Santiago, visitando la tumba del apóstol, confesándose dentro de quince días y comulgando, el peregrino obtendrá la indulgencia plenaria, es decir, el perdón de las penas temporales por los pecados. Una especie de borrón y cuenta nueva ritualizado. Y, sin embargo, todo esto no es otra cosa que un delirio religioso, una maquinaria sagrada que suplanta el Evangelio de Cristo y lo sustituye por fórmulas humanas vacías.
Jesús nunca habló de indulgencias, ni de jubileos, ni de condiciones formales para obtener el perdón. Nunca puso plazos, ni peregrinaciones, ni requisitos externos. Su palabra fue clara, frontal, contundente: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie viene al Padre sino por mí” (Jn 14,6). Nada más. Cristo no pidió ni certificados sacramentales ni visitas a santuarios. Cristo pidió fe. Pidió amor. Pidió entrega radical de la vida.
Lo que hoy la Iglesia católica ofrece como si fuese gracia divina no es más que una religión de ritos que anestesia las conciencias. Así lo han denunciado teólogos lúcidos como José María Castillo y Xabier Pikaza, cuando advierten que el cristianismo no puede convertirse en un sistema de méritos acumulados. Juan José Tamayo lo dice aún más duro: estas prácticas son un mecanismo de control, un modo de mantener a los fieles sujetos a una estructura que se erige en mediadora de lo que solo pertenece a Dios.
Y si ampliamos la mirada, recordemos que ya en el siglo XVI Martín Lutero levantó su voz contra esta farsa espiritual. Su grito sigue resonando: la salvación no se compra, no se gana, no se consigue a base de ritualismos, sino que se recibe como un don gratuito de Dios, por medio de la fe.
Por eso, frente al espectáculo jacobeo y la fascinación masiva que produce, hay que hablar claro: ninguna indulgencia salva. Ningún jubileo redime. Ninguna tumba apostólica perdona pecados. Solo Cristo salva. Solo Cristo perdona. Solo Cristo reconcilia con el Padre. Todo lo demás es puro teatro religioso, que desvía la mirada de lo esencial: el Dios vivo que se ofrece sin condiciones.
Años Jacobeos, indulgencias y el verdadero camino a Dios
El calendario litúrgico anuncia que los próximos Años Jacobeos serán en 2027, 2032, 2038 y 2049. Millones de peregrinos acudirán a Compostela, atraídos por la promesa de la indulgencia plenaria que la Iglesia ofrece bajo ciertas condiciones: visitar la tumba del apóstol, confesarse en un plazo de quince días y comulgar. Según Roma, quien cumpla estos ritos “borra” la pena temporal de sus pecados.
Pero aquí surge la gran pregunta: ¿es este el evangelio de Cristo o un sistema religioso que se interpone entre el hombre y Dios?
Teólogos críticos dentro del catolicismo —como José María Castillo o Xabier Pikaza— llevan años denunciando que la fe no puede reducirse a un mecanismo de ritos externos que prometen “méritos espirituales”. Juan José Tamayo ha calificado estas prácticas como un intento de control religioso que desvía la mirada de lo esencial: la experiencia de un Dios de gracia y misericordia.
Desde el ámbito protestante, la crítica es aún más radical. Martín Lutero ya denunció hace quinientos años la compraventa de indulgencias como una perversión del evangelio. El mensaje central de la Reforma sigue vigente: “El justo vivirá por la fe” (Romanos 1,17). No por peregrinaciones, ni por rezos impuestos, ni por un certificado eclesiástico de perdón, sino por la fe en Cristo.
Jesús lo dijo sin ambigüedad: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie viene al Padre sino por mí” (Juan 14,6). No habló de indulgencias, ni de condiciones sacramentales, ni de ritualismos. Habló de relación viva, de confianza absoluta en Él.
El problema de las indulgencias no es solo teológico, sino espiritual: dan la ilusión de que acercan a Cristo cuando en realidad lo ocultan detrás de un sistema religioso. Es lo que Castillo llama “el cristianismo domesticado”, que reduce el seguimiento de Jesús a prácticas mecánicas.
¿De verdad cree alguien que para experimentar el perdón de Dios se deba viajar a Santiago en un año concreto, cumplir tres requisitos formales y así recibir una indulgencia? La gracia de Dios no depende de calendarios ni de rituales. Depende solo de Cristo.
Por eso, más allá del atractivo cultural de los Años Jacobeos, conviene recordarlo con claridad: ninguna indulgencia salva, ningún rito garantiza la salvación. Solo Dios, revelado en Jesús, es el que perdona, libera y da vida.
Conclusión
El engaño de las indulgencias sigue siendo un obstáculo para la fe verdadera. No son un puente hacia Dios, sino un muro levantado por estructuras religiosas que buscan perpetuar su poder. El Evangelio no necesita añadidos ni condiciones: es pura gracia, gratuita, sin mediaciones humanas. Aferrarse a indulgencias es renunciar a la libertad que Cristo ofrece. Quien quiera encontrar a Dios, que no se deje engañar por calendarios ni rituales: que mire a Jesús, el único Salvador. Todo lo demás es sombra, superstición y mentira. Solo Cristo es vida. Solo Cristo es verdad. Solo Cristo es camino.