Sacrilegio o hipocresía: la Iglesia que teme a las mujeres y desprecia a los laicos

Sacrilegio o hipocresía: la Iglesia que teme a las mujeres y desprecia a los laicos

El reciente episodio ocurrido en el Santuario de Guadalupe, en la diócesis de Saltillo, donde el obispo emérito Raúl Vera López permitió que la sacerdotisa anglicana Emilie Smith participara activamente en la Santa Misa, ha desatado una tormenta de críticas. Según InfoCatólica, se habría cometido un sacrilegio de extrema gravedad, puesto que la mujer no sólo subió al altar, sino que también pronunció parte de la plegaria eucarística y llegó a elevar el cáliz ya consagrado.

Los medios más conservadores no han tardado en subrayar lo obvio: que el Derecho Canónico prohíbe este tipo de intervenciones. El canon 907 establece que los laicos no pueden pronunciar oraciones propias del sacerdote ni ejecutar acciones reservadas al celebrante. El canon 1367 habla incluso de sacrilegio. Y el Institutio Generalis Missalis Romani ratifica que la plegaria eucarística y la elevación de los dones corresponden únicamente al presbítero.

Hasta aquí, nada nuevo bajo el sol. El aparato jurídico de la Iglesia es claro: sólo el sacerdote puede tocar, pronunciar y consagrar. Pero lo verdaderamente preocupante no es la letra fría del Derecho Canónico, sino la hipocresía estructural que subyace tras esta indignación.

La Iglesia que olvida al Evangelio

Jesús de Nazaret jamás prohibió a las mujeres tener un papel relevante en su misión. Al contrario: fueron mujeres las primeras testigos de la Resurrección, fueron mujeres quienes sostuvieron económicamente su predicación, y fueron mujeres quienes permanecieron fieles al pie de la cruz, cuando los apóstoles habían huido. El Evangelio muestra a Marta, María, Magdalena, la samaritana… todas ellas interlocutoras directas de Cristo.

Sin embargo, la Iglesia institucional ha levantado una muralla de exclusión. Con el pretexto de la “tradición apostólica” se niega sistemáticamente el acceso de la mujer al sacerdocio, condenándola a tareas secundarias o decorativas. Y cuando alguna, como Emilie Smith, osa romper esa frontera simbólica, no dudan en tacharla de sacrílega, de profanadora.

La pregunta es inevitable: ¿es sacrilegio que una mujer eleve el cáliz, o es sacrilegio que se le niegue el derecho a hacerlo?

Los laicos: mendigos de migajas

El escándalo no se queda en el género. El problema es aún más profundo: la Iglesia no sólo margina a las mujeres, sino también a los laicos en general. Según la doctrina oficial, los laicos “participan en la vida de la Iglesia”, pero en la práctica se les relega a recoger las migajas que caen de la mesa clerical.

En las parroquias y “unidades pastorales” los laicos hacen el trabajo duro: organizan, mantienen, pagan, animan, sostienen la vida comunitaria. Y sin embargo, cuando llega el momento central —la liturgia, la predicación, la toma de decisiones—, se les cierra la puerta en la cara. No pueden presidir, no pueden consagrar, no pueden predicar homilías. Apenas pueden leer lecturas o pasar la bandeja de la colecta.

¿Acaso no es esto una forma de desprecio institucionalizado?

Mientras tanto, los templos se vacían, las vocaciones sacerdotales desaparecen y cada día cierran más iglesias. La solución pastoral del clero ha sido inventar macro-unidades pastorales donde un solo cura atiende lo que antes eran diez parroquias. Resultado: fieles huérfanos, comunidades rotas y un sistema pastoral que no sirve para nada.

Y aun así, se niegan a reconocer lo obvio: sin los laicos no hay Iglesia. Pero al laico se le niega toda autoridad sacramental y toda capacidad de decisión real.

Derecho Canónico vs. Evangelio

El episodio de Saltillo vuelve a evidenciar la tensión entre la letra muerta del Derecho Canónico y la vida del Evangelio. Jesús no instituyó un código jurídico; Jesús predicó un Reino abierto a todos, sin distinción de sexos, clases o ritos.

El legalismo clerical convierte la fe en una jaula. Lo que debería ser Mesa compartida, se transforma en un coto exclusivo de varones célibes. Lo que debería ser celebración del Pueblo de Dios, se reduce a un ritual controlado por unos pocos, que vigilan con lupa quién toca, quién habla, quién se acerca.

La obsesión por proteger la “pureza litúrgica” se convierte, en la práctica, en un insulto al espíritu del Evangelio. Porque lo esencial no es quién eleva el cáliz, sino que el cáliz sea compartido.

El verdadero escándalo

El verdadero escándalo no fue que una mujer participara de la plegaria eucarística. El verdadero escándalo es que en pleno siglo XXI, la Iglesia siga viendo como amenaza lo que en realidad es un signo de esperanza.

El verdadero escándalo es que se prefiera cerrar templos antes que abrir ministerios a mujeres y laicos. Que se prefiera un clero agotado y escaso antes que reconocer que el Espíritu sopla donde quiere, también en los bautizados que no llevan alzacuello.

El verdadero escándalo es que mientras se discute si una anglicana elevó un cáliz, millones de católicos dejan la Iglesia por sentirse excluidos, invisibles y despreciados.

Conclusión

Si la Iglesia sigue encerrada en sus cánones, seguirá muriendo lentamente, sin necesidad de persecuciones externas. El mundo no necesita una Iglesia que repita fórmulas jurídicas, sino una Iglesia que encarne el Evangelio de Jesús. Y ese Evangelio no negó nunca a las mujeres ni a los laicos el acceso al corazón de la comunidad.

Lo sucedido en Saltillo no debería ser motivo de condena, sino de reflexión. Porque tal vez el sacrilegio no fue que Emilie Smith alzara el cáliz, sino que haya quienes sigan convencidos de que la gracia de Dios puede ser monopolio masculino.

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