Desde el inicio de su pontificado, Juan Pablo II encarnó una visión férrea de religión como bastión frente al comunismo, decidido a excluir toda forma de compromiso político activo, incluso si provenía de figuras religiosas de indudable convicción social.
Uno de los episodios más icónicos y dolorosos tuvo lugar en Nicaragua, en marzo de 1983. El sacerdote, poeta y ministro de Cultura Ernesto Cardenal recibió al Papa arrodillado en el aeropuerto de Managua, intentando besar su mano como señal de reverencia. Juan Pablo II se la retiró bruscamente y, apuntándole con el dedo índice, le espetó: “Primero debe reconciliarse con la Iglesia”. Fue una humillación pública que plasmó la tensión entre una fe mística comprometida con los oprimidos y la rigidez doctrinal de la Iglesia jerárquica.
Ese incidente desató la suspensión a divinis de Cardenal y otros sacerdotes de la Teología de la Liberación. Una sanción formal por mezclarse sin tapujos en política, lo que el Papa consideraba incompatible con su ministerio sacramental. El gesto no pasó desapercibido: como señaló Juan José Tamayo, aquel momento fue “el comienzo de la edad de hierro contra la Teología de la Liberación”.
Además, el pontificado de Juan Pablo II se caracterizó por esa tensión constante entre la defensa del orden establecido y el impulso a movimientos progresistas. En Chile, aunque el Papa arengó por la democracia y la libertad frente a Pinochet, también tuvo gestos que incomodaron: entre ellos, el de dar la comunión al dictador en 1988. Ese gesto simbolizó una complicidad ambigua con el poder militar, a pesar de sus discursos de apertura y su cercanía a las víctimas. El Papa hablaba de libertad, pero al mismo tiempo legitimaba con ritos sagrados a un régimen ensangrentado.
En este equilibrio inestable, figuras eclesiásticas como el cardenal Ángelo Sodano —defensor a ultranza de Pinochet y hombre fuerte en el Vaticano— evidenciaron la influencia de esa red clerical ultraconservadora. Fue esa misma estructura la que silenció y protegió durante años a Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, pese a las múltiples denuncias de abusos. La protección de Maciel por parte de Juan Pablo II no fue un rumor aislado: fue una política de tolerancia que reveló el costo moral de un papado más preocupado por blindar a sus leales que por escuchar a las víctimas.
Teólogos que levantaron la voz
- José María Castillo, ya fallecido, fue uno de los teólogos más críticos de la rigidez eclesial. Sus reflexiones sobre la libertad de conciencia y la primacía del Evangelio sobre la institución fueron incómodas para el Vaticano. Su vida terminó como comenzó: fiel a la convicción de que el cristianismo debía estar al servicio de los pobres y no del poder.
- Juan José Tamayo definió el episodio de Managua como símbolo de la intolerancia institucional. Para él, fue un signo inequívoco de que se abría una época de represión teológica, donde cualquier atisbo de pensamiento libre era sofocado.
- Xabier Pikaza, desde su lectura bíblica y teológica, ha insistido en que la Iglesia se volvió, bajo Juan Pablo II, más fortaleza que casa abierta. Una Iglesia atrincherada en el dogma, incapaz de dialogar con la realidad de los pobres y los movimientos sociales que reclamaban dignidad.
El rostro ambiguo del poder
¿Qué queda de un sistema religioso que escinde lo espiritual de lo político cuando se busca justicia social? Ese fue el dilema que enfrentaron quienes, como Ernesto Cardenal, insistieron en vivir la fe desde una opción radical por los pobres. Juan Pablo II, con su voz firme, definió esa línea: no hay espacio para la ideología en la Iglesia. El resultado fue la persecución de una de las corrientes más fecundas del cristianismo contemporáneo.
El contraste salta a la vista: por un lado, un poeta-sacerdote comprometido con los marginados, humillado públicamente por pensar que la fe podía sustentar una revolución moral; por otro, un pontificado que fortaleció estructuras, protegió abusadores y legitimó con gestos simbólicos a dictadores.
Ese polo conservador dejó un legado polémico: rehabilitaciones tardías, como la de Cardenal, que solo llegaron con otro Papa —el latinoamericano Francisco— después de décadas de silencio y sanción. Pero el daño institucional y moral ya estaba hecho: aquellas humillaciones públicas, los silencios ante dictaduras y los encubrimientos de abusos marcaron a varias generaciones.
El eco en la fe personal
Una amiga me decía alguna vez que estas contradicciones alejan, no de Dios, pero sí de la religión formal, de la institución que muchas veces prioriza el poder sobre el Evangelio. Y esa es quizá la lección más dura: que los gestos de un Papa, sus silencios y sus decisiones pueden convertirse en muros que separan a los creyentes de la Iglesia, aunque no de la experiencia íntima de la fe.
Porque mientras millones de fieles veían en Juan Pablo II a un líder espiritual incansable, otros veían en él al hombre que humilló a un poeta de rodillas, que dio la comunión a un dictador manchado de sangre, que protegió a un pederasta con sotana y que convirtió la Teología de la Liberación en enemigo número uno de la ortodoxia.
Ese legado, más allá de la santidad oficial que la Iglesia le atribuyó, permanece como una herida abierta. Un Papa canonizado, pero también un Papa de contradicciones y sombras.
Un Papa que, para muchos, no acercó a Dios, sino que los alejó de una Iglesia convertida en un imperio de silencios y complicidades.