Iglesia, patria y poder: la deriva ideológica de Luis Argüello

Iglesia, patria y poder: la deriva ideológica de Luis Argüello

Por Sofía del Umbral

Madrid, 18 de junio de 2025 – La reciente intervención de Luis Argüello, presidente de la Conferencia Episcopal Española, junto a Santiago Abascal en un acto público, ha evidenciado algo más que una coincidencia protocolaria. En ese espacio, donde nacionalismo, religión y política conservadora se entrelazaron sin pudor, se consolidó una imagen de la Iglesia que no acompaña a los pobres, sino que respalda al poder.

El arzobispo recurrió al concepto de patria citado por el Papa Francisco, pero lo reinterpretó en un marco ajeno al espíritu evangélico. Su insistencia en no caer en “una comprensión blandengue de los valores” no es una mera preocupación moral, sino una descalificación directa hacia las teologías abiertas, pluralistas y liberadoras, aquellas que no encajan en el molde ideológico dominante dentro de ciertos sectores de la jerarquía.

El problema no es la palabra “patria”, sino su uso como principio teológico absoluto. En el discurso de Argüello, patria y fe aparecen fusionadas en una suerte de cruzada moral, como si el seguimiento de Jesús pasara por aceptar una única visión de España, de la familia, de la cultura. Esto no es cristianismo, sino nacional-catolicismo reeditado.

El Evangelio nunca absolutizó fronteras, ni defendió identidades excluyentes. Jesús no murió por una patria ni fundó ningún Estado; lo hizo por proclamar un Reino sin amos ni esclavos, sin centro ni periferia. El Evangelio es la subversión de toda religión que justifica el poder. Por eso, cuando la Iglesia se alinea con estructuras autoritarias, traiciona su razón de ser.

La presencia de Argüello junto a Abascal no puede entenderse como neutral. Es un gesto simbólicamente potente que lanza un mensaje nítido: la jerarquía eclesial asume sin matices los marcos ideológicos de la ultraderecha española. Frente a la complejidad del mundo actual, no se propone diálogo ni discernimiento, sino certezas absolutas y condenas rápidas, vestidas de moral cristiana.

Luis Argüello no solo defiende la presencia de la Iglesia en el espacio público, sino su preeminencia como guía moral del Estado. Pero en lugar de presentar una fe encarnada, crítica y compasiva, ofrece un modelo rígido, normativo, incapaz de comprender la diversidad que compone nuestro país. El cristianismo, en esta visión, deja de ser encuentro para convertirse en frontera.

Cuando la religión se convierte en ideología, pierde su fuerza profética y se somete al poder. Eso es exactamente lo que está en juego aquí. Lo que se presentó como una reflexión teológica sobre la patria fue en realidad una legitimación simbólica del proyecto ideológico de Vox, que niega derechos a personas migrantes, a mujeres, a comunidades LGTBI+, y que alimenta una identidad nacional cerrada, homogeneizante y excluyente.

Resulta particularmente doloroso que Argüello hable de “blandura moral” para referirse a quienes dentro de la Iglesia apuestan por la apertura, el diálogo y la justicia social. Porque lo que se esconde tras ese lenguaje es una profunda desconfianza hacia los procesos de liberación impulsados por el pueblo de Dios. El arzobispo no se enfrenta al secularismo, sino a toda experiencia de fe que no reproduzca el poder jerárquico y masculino que ha controlado durante siglos el discurso religioso.

La patria, entendida desde el Evangelio, no puede ser sinónimo de unidad impuesta, ni de verdad única. La verdadera patria del cristiano es aquella donde caben todas las víctimas, todos los excluidos, todos los que el sistema descarta. Si no hay lugar para ellos, entonces lo que se defiende no es la patria, sino un privilegio disfrazado de fe.

El acto público en que participó el presidente del episcopado no solo compromete la imagen de la Iglesia, sino que desacredita su palabra moral en una sociedad plural. ¿Qué credibilidad puede tener una institución que, en nombre de la fe, apoya o tolera políticas que alimentan el odio, el racismo o el autoritarismo? ¿Dónde queda el Evangelio cuando se reduce a herramienta de identidad nacional?

El cristianismo no necesita banderas, ni necesita estar al lado del poder. Necesita volver a Galilea, a los caminos de tierra, a los enfermos, a las mujeres silenciadas, a los niños que no cuentan. Necesita redescubrir que la misión de la Iglesia no es custodiar la moral de Estado, sino ser memoria viva del Reino, donde el último es primero y nadie queda fuera.

La imagen de Argüello junto a Abascal nos enfrenta a una decisión eclesial profunda: ¿queremos una Iglesia que bendiga el poder o una Iglesia que camine con los pobres? ¿Una Iglesia tribunal o una Iglesia hospital de campaña? ¿Una Iglesia de cruzadas o una Iglesia de bienaventuranzas?

Lo evangélico no es defender la patria, sino cuidar la dignidad humana. Y cuando eso se olvida, la fe deja de ser buena noticia para convertirse en discurso vacío. Hoy, más que nunca, la Iglesia necesita profetas, no gestores de nostalgia.

¡Por fin! Después de siglos de confusión, ya sabemos cuál es el núcleo del Evangelio: la defensa de la patria. Qué descanso. ¡Tanta parábola innecesaria, tanta bienaventuranza sin utilidad práctica! Y resulta que todo era cuestión de amar a la patria como al prójimo (si es nacional, claro).

Qué revelador descubrir que la salvación no depende del amor, ni de la misericordia, ni de la justicia, sino de los colores de la bandera. Que no se trata de dar de comer al hambriento, sino de asegurar que ese hambriento tenga papeles y no cuestione los valores tradicionales.

Y los valores… ¡ah, los valores! Ese término tan útil para no decir nada y juzgarlo todo. Se defienden los valores como quien defiende un trono invisible, pero nunca se especifica qué valores. Aunque uno sospecha que incluyen misa de doce, familia numerosa, y obediencia al poder sin fisuras.

El nuevo evangelio está claro: “Id y haced discípulos… de una sola cultura, de una sola lengua, y con antecedentes penales impolutos”. Ya no hay que cargar con la cruz, sino con la bandera. Y si puede ser gigante y ondear sobre catedrales, mejor.

El nuevo apóstol no predica en plazas, sino en ruedas de prensa. No cura enfermos, pero da entrevistas. No expulsa demonios, pero sí excomulga feministas. Es un apóstol más sobrio, más español, más seguro de sí. Y sobre todo, más preocupado por el cuerpo doctrinal que por los cuerpos reales.

Ahora comprendemos: los migrantes no eran prójimos, sino amenazas culturales. Las mujeres no eran samaritanas sabias, sino feministas confundidas. Los pobres no eran bienaventurados, sino irresponsables que no supieron triunfar en el mercado.

Ya no necesitamos pan partido, sino discursos enlatados. No necesitamos comunidades, sino parroquias con cámaras de seguridad. No necesitamos pastores que huelan a oveja, sino prelados que huelan a despacho. Y no cualquier despacho: despacho nacional, despacho bien financiado, despacho con el crucifijo bien visible junto al retrato de la autoridad civil.

La oración, por supuesto, es importante. Siempre que sea dirigida al Dios correcto, en la lengua correcta, y con la postura corporal adecuada. Nada de improvisaciones carismáticas, ni espiritualidades periféricas. Que todo sea ordenado, como Dios manda y el Estado regula.

Y si alguien se atreve a hablar de justicia social, de redistribución, de paz con memoria histórica… que se prepare para la corrección fraterna. Porque no hay pecado más grave que salirse del guion, ni herejía más intolerable que dudar del modelo de cristiandad homogénea.

Demos gracias, por tanto, por esta nueva claridad doctrinal. Porque ya sabemos que el Evangelio no está en los márgenes, sino en los atriles oficiales. Que el Reino no se construye con manos sucias, sino con firmas y sellos. Que el mensaje de Jesús fue un ensayo general para la gran ceremonia nacional.

Así pues, prepárense para la nueva misión. No lleven sandalias ni alforja, sino discurso bien aprendido y manual de protocolo. No saluden a nadie por el camino, a menos que tenga el carnet del partido correcto. Y si entran en una casa donde hablen de derechos humanos, sacudan el polvo de sus zapatos.

Porque, como bien se intuye desde las sacristías blindadas del Reino, el futuro de la Iglesia no está en la periferia, sino en el plató. No en la comunidad, sino en el Congreso. No en la cruz, sino en el consenso nacional.

Y si Jesús volviera… claro está: lo haría en coche oficial.

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