En el escenario político actual, la palabra «corrupción» se ha convertido en un recurso retórico omnipresente. La pronuncian unos y otros, se usa como arma arrojadiza, como excusa, como argumento de ataque o de defensa, pero rara vez como punto de partida para una autocrítica real o una propuesta concreta. En la política española —y en muchas otras democracias— se ha instalado una dinámica en la que todos parecen ir de honrados mientras esconden sus propios pecados debajo de la alfombra. La lucha contra la corrupción se enarbola como bandera, pero se transforma rápidamente en un campo de batalla para la propaganda, donde los intereses partidistas están por encima del bien común.
La política debería ser, por definición, el arte de gestionar lo público para el beneficio de la sociedad. Sin embargo, el debate político está cada vez más dominado por el escándalo, la crispación y la polarización. Mientras la ciudadanía asiste a una guerra constante de acusaciones entre bloques ideológicos, poco se avanza en las cuestiones fundamentales: sanidad, educación, vivienda, empleo o sostenibilidad ambiental. Se habla mucho de corrupción, pero poco de soluciones.
Un ejemplo claro de esta instrumentalización del discurso anticorrupción es el comportamiento de determinados grupos de presión y organizaciones de ideología ultra, que centran sus ataques de forma casi exclusiva contra las fuerzas de izquierda. Plataformas como Hazte Oír, abiertamente posicionadas en el espectro conservador, no esconden su saña contra gobiernos progresistas. Sus campañas son agresivas, constantes y, en ocasiones, bordean lo difamatorio. Acusan con dureza a partidos de izquierda por cualquier atisbo de irregularidad, real o supuesto, pero mantienen un silencio absoluto —cuando no una defensa tácita— frente a casos de corrupción que implican a partidos de derechas.
Ese doble rasero es, en sí mismo, una forma de corrupción: la corrupción del discurso público. Porque cuando se pretende luchar contra la corrupción solo en el adversario político y no se aplica el mismo nivel de exigencia a los afines, lo que se busca no es la limpieza institucional, sino la destrucción del oponente. La corrupción deja entonces de ser un problema ético y se convierte en una herramienta estratégica.
Lo más preocupante no es únicamente que este tipo de discurso exista, sino que encuentre tanto eco en ciertos medios de comunicación y en una parte significativa del electorado. En lugar de exigir transparencia, ejemplaridad y políticas públicas que fortalezcan las instituciones, parte del debate se limita a aplaudir la denuncia selectiva. Esta dinámica genera una cultura política cínica, en la que los hechos importan menos que los titulares, y donde la verdad queda sepultada por la utilidad política del momento.
A esto se suma un fenómeno creciente: la judicialización de la política y la politización de la justicia. Se abren causas con una rapidez vertiginosa contra dirigentes de izquierda, algunas de las cuales acaban archivadas años después sin apenas cobertura mediática. Mientras tanto, los casos de corrupción en gobiernos conservadores —algunos con condenas firmes— reciben una atención desigual. La opinión pública es manipulada, polarizada y, en última instancia, desmovilizada. Porque, ante tanto ruido, la desconfianza se convierte en norma y el escepticismo, en anestesia.
En este contexto, los partidos tradicionales también tienen responsabilidad. Muchos dirigentes, en lugar de hacer pedagogía democrática y trabajar por una regeneración real, caen en el juego de los ataques personales y las cortinas de humo. La corrupción se utiliza como comodín para evitar hablar de los problemas estructurales que afectan a millones de ciudadanos. Se prefiere señalar al adversario antes que asumir errores propios o plantear reformas profundas que incomoden a los intereses establecidos.
La consecuencia de esta deriva es grave: se erosiona la confianza en las instituciones, se alimenta el populismo y se debilita el tejido democrático. La ciudadanía, harta de escándalos y promesas incumplidas, acaba perdiendo la fe en que las cosas puedan cambiar. Esa desesperanza es el terreno fértil donde florecen las opciones más radicales y autoritarias, que prometen limpieza sin garantías, orden sin derechos y soluciones simples para problemas complejos.
En medio de este clima de crispación, se ha cruzado una línea extremadamente peligrosa: las amenazas explícitas contra la vida del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. Lo que antes quedaba relegado a los márgenes más oscuros del extremismo digital ha empezado a ganar espacio en manifestaciones, redes sociales e incluso medios afines a posiciones ultras. Hablar de “matar a Sánchez” ha dejado de ser un tabú para convertirse en un grito alarmante y repetido por sectores radicalizados.
La violencia política no puede ser normalizada. Cuando en una sociedad democrática se empieza a trivializar la idea de asesinar a un dirigente elegido en las urnas, lo que está en juego no es solo la seguridad de una persona, sino la integridad del sistema democrático en su conjunto. No se trata de una cuestión partidista: una amenaza de muerte al presidente del Gobierno es una amenaza al Estado de Derecho.
Lo más grave es que estos discursos no siempre reciben el rechazo frontal que merecen. Algunos opinadores los minimizan como “excesos verbales”, mientras ciertos líderes políticos evitan condenarlos de forma contundente, por temor a incomodar a sus bases más radicales. Este silencio cómplice, o esta tibieza, es una forma indirecta de legitimación.
No se puede combatir la corrupción mientras se tolera el odio. No se puede exigir regeneración si se justifica la violencia. Quienes hoy callan o miran a otro lado ante estas amenazas, serán responsables de sus consecuencias. La democracia exige límites claros: la discrepancia es legítima, pero el odio asesino nunca lo será.
La historia enseña que cuando la política pierde el control sobre el lenguaje, la violencia gana terreno. Es hora de hablar claro, sin matices: amenazar de muerte a un presidente es un acto criminal, no una opinión.
Frente a este panorama, es urgente recuperar el sentido original de la política: servir al interés general, defender lo público, garantizar la igualdad ante la ley y promover una convivencia justa. La lucha contra la corrupción debe ser transversal, firme y ejemplarizante, sin importar la ideología del implicado. No puede haber pactos de silencio ni indulgencia selectiva.
Además, es indispensable que el foco vuelva a estar en las propuestas. España necesita un debate serio sobre su modelo económico, su sistema de pensiones, la transición energética, el acceso a la vivienda o la calidad democrática. Esos temas no deberían ser sustituidos por el espectáculo constante de la bronca partidista. Porque mientras los políticos se acusan entre sí, los problemas de fondo siguen sin resolverse.
La regeneración no vendrá de quienes solo miran la paja en el ojo ajeno. Vendrá de una ciudadanía informada, exigente y comprometida. Una ciudadanía que no se conforme con discursos vacíos ni con el «y tú más», sino que exija honestidad, competencia y visión de futuro. Porque hablar de corrupción no basta. Lo que hace falta, más que nunca, es hablar —y actuar— para mejorar la nación.