Obispos que miran para otro lado: ¿disciplinan a los fieles, pero toleran el escándalo de Victorino Pérez Prieto?

Obispos que miran para otro lado: ¿disciplinan a los fieles, pero toleran el escándalo de Victorino Pérez Prieto?

En marzo de 2010, el Obispado de Mondoñedo-Ferrol fue tajante. Con tono solemne y visible incomodidad, emitió un comunicado ante las declaraciones públicas de Victorino Pérez Prieto, sacerdote que confesaba sin rubor que estaba casado civilmente y seguía ejerciendo como cura. El comunicado decía claramente que el obispo “iniciaba el procedimiento para determinar si los hechos podían dar lugar a la pena canónica de expulsión del estado clerical”. Era una afirmación inequívoca, que generó entre los fieles la lógica expectativa de una resolución firme, justa y ejemplar.

Han pasado más de diez años.
Y, sorprendentemente, el señor Pérez Prieto sigue ejerciendo como sacerdote. Celebrando misa. Predicando. Presentado como referente. Con sotana moral, pero fuera del marco canónico. Con una situación personal que contradice frontalmente la normativa de la Iglesia que él mismo prometió cumplir, y sin que, hasta la fecha, los obispos responsables hayan aplicado la más mínima medida disciplinaria real y pública.

¿A qué estamos jugando, señores obispos?

¿De qué sirve emitir comunicados si luego se guardan en el cajón?
¿Para qué anunciar “procedimientos canónicos” si después se deja pasar el tiempo, se silencia el escándalo y se deja al infractor predicar como si nada hubiera pasado?

Esto no es misericordia. Es desidia. No es prudencia. Es dejación. Y, lo que es más grave, es una burla a todos los sacerdotes que sí viven con fidelidad, a los fieles que respetan las normas de la Iglesia y a los laicos que luchan por la coherencia de la fe.

Porque lo de Victorino Pérez Prieto no es un caso aislado de conciencia. Es un caso público, explícito, reincidente y reivindicado. Él mismo proclama su “matrimonio civil” y sigue actuando como ministro, como si las leyes de la Iglesia fuesen sugerencias opcionales. Y sin embargo, el obispo que dijo que iniciaría su suspensión sigue sin firmar ni ejecutar ninguna medida conocida.

¿Qué autoridad moral queda cuando la ley se aplica según el ruido que genere?

Seamos claros: cualquier seminarista, diácono o sacerdote que hoy cometiese una infracción semejante sería suspendido en semanas, si no días. Pero con Victorino, todo se relativiza. Todo se “dialoga”. Todo se disuelve en esa pereza canónica que convierte la caridad en complicidad.

Y mientras tanto, este sacerdote no solo no se esconde, sino que multiplica su presencia pública. Es presentado como teólogo, como intelectual, como referente espiritual. Participa en conferencias, en grupos pastorales, en celebraciones. Y todo con el conocimiento (y la omisión) del episcopado.

¿Qué espera los obispos para actuar? ¿Una segunda entrevista en El Correo Gallego? ¿Una foto con casulla y anillo de bodas? ¿La próxima “ordenación” de su esposa como papisa?

Porque ya no es solo una cuestión de legalidad canónica. Es una cuestión de coherencia institucional, de escándalo público y de justicia para con el resto del Pueblo de Dios.

¿O acaso creen ustedes, señores obispos, que el resto de los sacerdotes no se dan cuenta? ¿Que los fieles no leen, no observan, no entienden? ¿Que no causa perplejidad ver cómo a unos se les sanciona por un post en redes, y a otros se les tolera décadas de ambigüedad doctrinal y disciplinar?

¿O quizá estamos ante un clericalismo selectivo, donde se protege más a los que tienen perfil público y conexiones ideológicas, y se castiga a los que simplemente defienden la doctrina sin adornos ideológicos?

No lo sabemos. Pero lo que sí sabemos es que prometer un proceso canónico y no cumplirlo es faltar a la verdad. Que permitir que alguien siga ejerciendo un ministerio incompatible con su estado personal es una forma grave de irresponsabilidad pastoral. Y que no actuar en nombre de una supuesta prudencia es, en el fondo, una forma encubierta de arrogancia: como si ustedes, señores obispos, pudieran decidir qué normas se aplican y cuáles no, según el ambiente, el perfil o el coste político.

La Iglesia pierde credibilidad cuando sus pastores predican fidelidad, pero toleran la desobediencia.

Pierde autoridad cuando sus fieles ven que las normas existen solo para los que no hacen ruido. Pierde fuerza cuando los gestos proféticos se convierten en papel mojado. Y pierde fe cuando los obispos prometen sanciones que jamás se ejecutan.

Por eso, si aún queda un ápice de sentido pastoral, si aún les importa el escándalo causado, si todavía creen que el ministerio sacerdotal merece coherencia y respeto, ha llegado la hora de actuar. No de hablar. No de matizar. No de postergar. De actuar.

Porque Victorino Pérez Prieto no se ha ocultado. Ha sido transparente en su desobediencia. El silencio y la inacción ahora solo puede ser responsabilidad de ustedes.

Y si no lo hacen, no le echen la culpa al relativismo, a la secularización o a la desafección de los fieles. La primera ruptura siempre empieza por arriba.

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