En tiempos donde la figura eclesiástica a menudo queda distorsionada entre los ataques ideológicos y el ruido mediático, hay personas cuya sola presencia limpia el aire. Francisco José Prieto, arzobispo de Santiago desde hace dos años, es una de esas figuras que, con serenidad, inteligencia emocional y una profunda humanidad, devuelve al liderazgo pastoral el peso de lo auténtico.
No es fácil emocionar con compostura. Tampoco es sencillo mantener la calma y la lucidez cuando uno se convierte en blanco de los sectores más ultras, aquellos que parecen incomodarse ante un pastor que piensa, escucha y abraza. Pero el arzobispo de Santiago lo hace, sin alardes ni proclamas. Simplemente está: presente, cercano, verdadero.
En el palacio arzobispal, que combina funcionalidad con el eco intacto de siglos de historia, Francisco José recibe a quienes llaman a su puerta. No hay en su agenda una frontera rígida entre lo institucional y lo pastoral. Él lo explica con naturalidad: en la misma mesa donde conversamos, se han trazado proyectos, se han compartido preocupaciones y se han escuchado voces. La autoridad que ejerce no impone, acompaña.
Cuando habla, su voz no arrastra solemnidad vacía. Hay en su tono una calidez que se entiende como un abrazo sin estridencias. Habla de la vida, de lo que implica ser arzobispo las 24 horas, del valor de salir por Santiago en chándal y gorra para caminar entre la gente. No se esconde, pero elige cómo y cuándo hacerse visible.
Es un hombre del presente. Maneja redes sociales, entiende su utilidad, manda audios de WhatsApp con esa conciencia de que la voz dice más que un mensaje escrito. Sintoniza la radio cada mañana, reflexiona sobre inteligencia artificial y lee sobre pensamiento contemporáneo. Está en el mundo, no por obligación, sino por vocación.
Francisco José Prieto no cayó del cielo. Su historia nace en un barrio sencillo de Ourense, la Carballeira, donde fue monaguillo y un sacerdote —al que aún abraza con cariño— le sugirió una vida distinta. El joven de la raya al lado, que soñaba con fórmulas matemáticas, cambió los números por las letras y entró en el seminario en 1985. Desde ahí, fue construyendo una vocación con raíz y alas.
Su mirada sobre Santiago es lúcida y emocional. Sabe que esta ciudad no es un decorado turístico. Sabe que la catedral no es un simple monumento. “Otras ciudades construyen una catedral; aquí fue la catedral la que construyó la ciudad”, dice con razón. Por eso, ante el debate sobre limitar peregrinos, pide serenidad y diálogo. Nada de ideologías: expertos, no prejuicios.
Cuando se le pregunta por una posible visita del papa León XIV, su respuesta no suena a protocolo: “Claro que lo invitaremos.” Y lo dice con esperanza verdadera. Porque cree que el Camino, como experiencia de fe y humanidad, puede tocar el corazón de un papa que también es peregrino.
No se desentiende del peso del cargo. Reconoce que hay días intensos, que ha tenido que aprender a liderar, confrontar y decidir. Pero no ha perdido el gusto por lo cotidiano, ni su amor por el cine, ni por los libros, ni por la conversación pausada con sus amigos, cuando el tiempo lo permite.
La diócesis de Santiago tiene 1.069 parroquias, y aunque aún no las ha visitado todas, se mueve con frecuencia, participa en celebraciones, acude a restauraciones. Y lo hace como lo ha hecho todo en su vida: con calma, constancia y presencia.
Francisco José Prieto es un faro sin alarde. Su luz no ciega, ilumina. Su palabra no aplasta, construye. En una Iglesia que a menudo se ve atrapada entre extremos, su figura representa la esperanza de un camino posible, hecho de escucha, verdad y humanidad.
Y si alguien pregunta si aún es posible ser Iglesia sin renunciar al mundo, basta con mirar hacia Santiago. Allí, en una galería que roza la catedral, Francisco José Prieto sigue, con paso firme, haciendo presente lo que de verdad importa.
José Carlos Enríquez Díaz