Luis Argüello, presidente de la Conferencia Episcopal Española, ha decidido dejar la neutralidad moral para entrar de lleno en el barro de la política. El pasado domingo, en plena tormenta mediática por el caso Koldo, pidió públicamente la dimisión de Pedro Sánchez y la convocatoria de elecciones anticipadas. Un gesto que en cualquier otro contexto podría considerarse una opinión más. Pero en este caso, resulta una grave extralimitación institucional que dinamita la ya frágil frontera entre el púlpito y el poder civil.
«Nadie ha hecho una declaración semejante. Están lanzándose directamente a los brazos del PP o, lo que es peor, de la ultraderecha, sin tener en cuenta que la Iglesia debe alejarse del partidismo político», apuntan desde sectores cristianos de izquierda, que lamentan el progresivo acercamiento de Argüello a las tesis más granadas de la extrema derecha. Su presencia junto a Santiago Abascal y Miguel Ángel Quintana Paz en actos recientes no ha sido una excepción, sino parte de una estrategia sostenida de alineamiento ideológico.
Por si quedaban dudas, el propio Argüello participará este verano en los cursos del ISEEP, el ‘think tank’ vinculado a VOX, que orbita en torno a la figura de Quintana Paz y que promueve una agenda abiertamente reaccionaria. Allí compartirá escenario con el cardenal Müller, uno de los grandes enemigos declarados del Papa Francisco, en lo que parece más un frente contrarreformista que un foro de reflexión espiritual.
No se trata ya de si la Iglesia tiene derecho a opinar. Lo tiene, como cualquier actor social. La cuestión es la selectividad moral con la que lo hace. La Iglesia española, y en particular sus altos representantes, callan cuando conviene. Y hablan cuando el adversario político no es de los suyos. Se manifiestan con rotundidad cuando gobierna la izquierda, pero permanecen mudos ante escándalos y abusos que afectan a la derecha y, especialmente, a esa nueva derecha radicalizada con la que comparten trincheras discursivas.
La imagen de Argüello con Abascal y Quintana Paz en la Fundación Pablo VI no fue una casualidad ni un gesto aislado. Fue una declaración de principios. No espirituales, sino políticos. No de fe, sino de estrategia. En ese acto, en nombre de la llamada «batalla cultural», se propuso una reinterpretación autoritaria del cristianismo, como muro de contención frente a los derechos LGTBI, el feminismo, el pluralismo religioso y el Estado laico. Una teología al servicio del poder, no de los pobres.
Y mientras tanto, silencio absoluto ante los escándalos que salpican a sus aliados naturales. Silencio ante los contratos amañados, la opacidad financiera, las donaciones sospechosas y los ayuntamientos convertidos en redes clientelares bajo gobiernos de Vox y PP. Silencio ante la trama Gürtel, los discos duros destruidos, los sobres en negro y la financiación irregular sistemática que condenó a un partido entero por corrupción. ¿Dónde estaba entonces la exigencia de dimisión?
Este doble rasero es insoportable. No se puede predicar justicia si se practica el encubrimiento. No se puede hablar de valores cristianos mientras se abraza a quienes promueven el odio, la exclusión, el negacionismo climático, el autoritarismo moral y el clasismo como doctrina de gobierno.
La Iglesia no está siendo neutral. Está siendo partidista, pero además con una parcialidad profundamente reaccionaria. Ya no es faro, sino parte del decorado de una cruzada ideológica que amenaza con romper los consensos básicos de convivencia.
Cuando la Iglesia abraza la estrategia política de Vox, deja de hablar desde el Evangelio y empieza a hacerlo desde un catecismo ultraconservador escrito con nostalgia de cruzadas culturales y temor al siglo XXI. No es el Evangelio el que molesta: es su instrumentalización.
Luis Argüello forma parte de esa jerarquía que ha optado por una Iglesia de élite, monocorde, masculina y profundamente ideologizada, que poco tiene que ver con la visión de Francisco de una Iglesia en salida, pobre para los pobres y al servicio de la justicia social. Mientras el Papa advierte contra el nacionalismo excluyente y el populismo, en España sus obispos hacen cola en las trincheras de quienes más lo atacan.
No se trata de exigir silencio a la Iglesia. Se trata de exigir coherencia y honestidad evangélica. Si se alza la voz para exigir dimisiones, que sea con la misma energía ante la corrupción de todos los colores. Si se predica la moral, que empiece por casa. La autoridad moral no se hereda por el cargo, se gana con la coherencia.
Argüello ha cruzado una línea roja. Y al hacerlo, ha dejado claro que la Iglesia que representa ya no pretende ser mediadora ni guía espiritual, sino un actor ideológico más al servicio de una causa política concreta. Pero lo que se juega no es solo su figura. Lo que está en juego es el crédito público y espiritual de toda una institución. Si sigue este camino, dejará de ser Iglesia para convertirse en una facción. Una más. Otra más.