Hay algo más incómodo que un cura sin sotana: un cura sin coraje. Un cura que se esconde detrás de ornamentos, fórmulas y horarios de oficina mientras el mundo grita por consuelo. Mientras la gente se aleja. Mientras las heridas sangran.
Porque hoy, lo verdaderamente escandaloso no es que un sacerdote vista vaqueros. Lo escandaloso es que haya quienes aún piensen que la santidad se viste, que la autoridad se borda en la tela, que el Evangelio necesita uniforme para ser creíble.
¿A quién le sirve un sacerdote impoluto si no se ensucia las manos? ¿A quién salva un cura que bendice desde lejos pero no se atreve a tocar la herida?
El clericalismo ha hecho del hábito una fortaleza, del templo una oficina, del Evangelio una franquicia. Y así se aleja la gente, no de Dios, sino de sus caricaturas. La Iglesia que administra, clasifica y excluye no es la de Jesús. Es la del miedo. Es la del poder.
El Evangelio no necesita representantes de etiqueta. Necesita testigos con olor a calle, con voz temblorosa por haber llorado con los suyos. Hombres de carne y hueso que no teman parecer uno más. Porque solo siendo uno más se puede ser pastor de verdad.
Cristo no vestía distinto. Amaba distinto. Y por eso lo seguían.
Hoy hay parroquias donde el alzacuello pesa más que la cruz. Donde se mide la fidelidad por la sotana y no por la compasión. Donde una mujer sola, un joven tatuado o una familia rota deben pedir permiso para acercarse. ¿De qué Dios estamos hablando cuando nuestras puertas se cierran por apariencia?
La liturgia sin ternura es teatro. La ortodoxia sin humanidad, un arma.
Jesús nunca exigió vestimenta. Exigió entrega. El buen pastor deja las noventa y nueve… pero hay sacerdotes que ni siquiera se levantan del despacho. Esperan que la oveja vuelva. Que vuelva peinada, confesada y sin preguntas incómodas. Y si no lo hace, la etiquetan de “alejada”. No está alejada: está harta.
El pueblo no necesita guardianes del dogma. Necesita compañeros de camino. Sacerdotes que rían con ellos, que coman con ellos, que duden con ellos, que no le teman al barro ni al desorden de la vida real.
Hoy, el mayor acto de valentía para un sacerdote no es celebrar Misa. Es bajarse del pedestal.
Es dejar el personaje. Es sentarse en la esquina con el adolescente que no entiende la fe, con la madre que se siente juzgada, con el migrante que nadie ve. Es vestirse de sencillez, porque el Evangelio solo se transmite en cercanía. En autenticidad. En piel.
Ya no basta con hablar de “oler a oveja”. Hay que vivir entre ellas. Sin distinguirse. Sin marcar distancia. Porque el traje puede imponer respeto, sí. Pero también puede levantar muros. Y el Reino no se construye desde arriba. Se construye al ras del suelo.
El mundo no necesita curas que parezcan santos. Necesita curas que parezcan humanos.
Así que, hermano sacerdote: deja el miedo. No vas a perder tu ministerio por despojarte del disfraz. Lo vas a recuperar. Lo vas a hacer creíble. Porque el alma no se viste. Se entrega. Y el Evangelio no se representa. Se vive.
¿Vas a seguir disfrazado de autoridad… o vas a atreverte a parecer a Jesús?
Él lo hizo sin mitra. Sin púlpito. Sin toga. Lo hizo caminando. Abrazando. Llorando. Y sí: lo hizo pareciéndose tanto a nosotros que algunos lo llamaron “pecador”.
Bendito escándalo.
Decir que la sotana o el alzacuello son simplemente “un uniforme más” es una reducción superficial que ignora su carga simbólica y pastoral. A diferencia de la bata de un médico o el uniforme de un policía —que identifican una función práctica—, la vestimenta clerical representa una consagración, una presencia visible de lo sagrado. No es solo ropa: es símbolo, y como tal, puede comunicar cercanía o distancia, Evangelio o poder.
Sin embargo, el Evangelio no exige vestimenta, exige testimonio. Jesús nunca pidió a sus discípulos que se distinguieran por su ropa. Al contrario, criticó a quienes usaban sus túnicas largas como demostración de prestigio. Si la vestimenta impide el encuentro, si se convierte en una muralla simbólica entre el pueblo y el pastor, entonces deja de ser un signo y se transforma en obstáculo.
En la pastoral real, lo que importa no es parecer sacerdote, sino serlo con autenticidad. Hay contextos donde el alzacuello provoca rechazo, dolor o miedo, no por lo que debería representar, sino por lo que históricamente ha llegado a simbolizar: poder frío, distancia, incluso abuso. En esos casos, vestir de paisano no es mundanizarse, es encarnarse. Es renunciar a lo que separa para cuidar lo que une.
Equiparar el clériman con un uniforme profesional banaliza el sacerdocio, lo rebaja a una función y olvida que se trata de un estilo de vida configurado con Cristo. La autoridad del sacerdote no brota de la tela que lleva, sino del amor que entrega. Y muchas veces, para que ese amor se vea, hay que quitarse el disfraz.
La Iglesia no necesita más símbolos huecos. Necesita testigos creíbles. Pastores que sepan cuándo el signo ayuda… y cuándo estorba.
Porque si un trozo de tela se convierte en barrera, el gesto más cristiano es quitárselo.
El alma no se viste. El Evangelio no se impone. Se comparte. Y en muchos lugares, para compartirlo… hay que parecer uno más.