El artículo de Merche Sainz publicado en Redes Cristianas pretende ser una denuncia profética de las estructuras de poder dentro de la Iglesia Católica, y sin embargo incurre en una contradicción fundamental: acusa al modelo clerical de ser el problema, pero propone como solución la inclusión de mujeres dentro del mismo esquema que critica. Esto no es desclericalización, es clericalismo inclusivo. Su afirmación de que argumentar que la ordenación femenina conlleva una «doble clericalización» es una falacia, es en sí misma un argumento falaz, porque niega las consecuencias prácticas, simbólicas y teológicas de reproducir la misma estructura de poder con distintos protagonistas.
La imagen de mujeres vestidas con albas y estolas, replicando la estética y los gestos rituales del sacerdocio tradicional, no es un acto liberador, sino la apropiación de un modelo vertical que pretende perpetuar lo que dice combatir. No hay aquí una ruptura estructural, sino una simulación de cambio que termina reafirmando lo clerical como deseable. Si el problema es la pirámide, poner mujeres en la cúspide no destruye la pirámide: la legitima.
Sainz comete otro error de fondo: identifica la resistencia a la ordenación de mujeres con una defensa del poder masculino. Sin embargo, muchos pensadores teológicos críticos con el clericalismo —como José María Castillo, Juan José Tamayo o Xabier Pikaza— han señalado que el problema no es solo quién ejerce el poder, sino cómo se concibe el ministerio en sí mismo. Pikaza lo explica con claridad: Jesús de Nazaret no fue sacerdote, ni quiso constituir una casta sacerdotal. Su forma de liderazgo fue radicalmente laical, itinerante, horizontal y servicial. La comunidad cristiana primitiva no conocía una estructura clerical como la que luego institucionalizó la Iglesia en tiempos del Imperio Romano. Por tanto, no se trata de democratizar el acceso al sacerdocio, sino de volver al modelo original: el liderazgo como servicio, no como poder sacralizado.
El cristianismo no nació con mitras ni púrpuras, sino con toallas para lavar los pies. Jesús no fundó una jerarquía clerical; denunció a los doctores de la ley por cargar a la gente con pesadas cargas y buscar los primeros puestos. La eclesiogénesis que surge del Evangelio tiene forma de comunidad, no de institución piramidal. ¿Por qué, entonces, las voces autodenominadas “progresistas” como la de Sainz, reclaman para las mujeres un espacio en ese clericalismo que ellas mismas tachan de tóxico? Porque lo que buscan no es desmantelar la lógica de poder, sino conquistarla.
El argumento de que “la clericalización no reside en el género” es una verdad a medias: es cierto que no es un problema exclusivo de los hombres, pero también es cierto que incluir mujeres en estructuras clericales no transforma mágicamente la naturaleza de esas estructuras. Las mujeres, cuando acceden al poder en instituciones jerárquicas, pueden reproducir las mismas dinámicas de control, secretismo y privilegio. Y en el ámbito eclesial, ya se observa esto en ciertos sectores donde mujeres con ministerios laicales adoptan actitudes de separación respecto al pueblo creyente, imitando más al clero que al Evangelio.
De hecho, muchas de las actuales defensoras de la ordenación femenina ya utilizan ropajes litúrgicos, se arrogan funciones pastorales propias de presbíteros y reclaman títulos y reconocimiento formal. Es decir, ya participan de una clericalización simbólica que anticipa lo que vendría con su inclusión plena en el sacerdocio: una duplicación del problema. Esta es la “doble clericalización” que algunos teólogos advierten con razón. No es un miedo reaccionario, es un análisis estructural: si el sistema está enfermo, no se cura agregando diversidad a su cúpula. Se cura repensando su lógica desde la raíz.
Además, muchas de estas mujeres cuentan con referentes y formadores profundamente desacreditados, como Víctorino Pérez Prieto, un teólogo que ha hecho del progresismo eclesial una plataforma de ataque al Magisterio, dejando tras de sí un testimonio de soberbia intelectual y desobediencia sistemática. ¿Puede alguien que ha erosionado públicamente la comunión eclesial formar a quienes dicen querer renovar la Iglesia desde dentro? Es un contrasentido total: se apela a la renovación, pero bajo la tutela de quienes desprecian los fundamentos mismos de la fe eclesial. Esto no es reforma, es subversión doctrinal camuflada de apertura.
En definitiva, el artículo de Merche Sainz disfraza de renovación una propuesta que en el fondo es conservadora: perpetuar el modelo clerical con nuevos actores. La verdadera desclericalización no pasa por ordenar mujeres, sino por desmontar la lógica de poder sagrado, devolver el protagonismo al laicado, repensar el sacerdocio como servicio y, sobre todo, recuperar la figura de Jesús como el líder no-sacerdotal que fue. Si queremos una Iglesia fiel a su Maestro, necesitamos menos ornamentos y más lavatorios. Y eso no se logra con cuotas de género, sino con una conversión eclesial profunda.