Pepe Mujica: El sembrador que vivió el Evangelio sin nombrarlo

Pepe Mujica: El sembrador que vivió el Evangelio sin nombrarlo

El mundo ha despedido a José «Pepe» Mujica, expresidente de Uruguay, quien falleció el 13 de mayo de 2025 a los 89 años. Aunque se reconocía como ateo, su vida fue una parábola viviente de los valores más hondos del Evangelio: la pobreza voluntaria, la misericordia, el perdón, la búsqueda de la justicia y el amor desinteresado. Un alma rebelde, pero a la vez profundamente evangélica, que vivió sin alardes y murió como vivió: en paz, en su chacra, rodeado del amor de su compañera de vida y de su tierra.

Mujica nació en 1935 en el seno de una familia humilde. Desde joven se inclinó por las luchas sociales, formando parte del Movimiento de Liberación Nacional – Tupamaros. Su compromiso con los oprimidos lo llevó a empuñar las armas, pero también a pagar un alto precio: más de una década preso, años en aislamiento, tortura, enfermedad, soledad. Sin embargo, lo más notable de su biografía no es su militancia política, sino su transformación interior. Al salir de la cárcel no clamó venganza, sino reconciliación. Jesús dijo: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados” (Mateo 5:4). Mujica supo llorar en silencio por su patria herida, pero también ofreció consuelo con su humildad desconcertante. No se aferró al rencor, sino que eligió perdonar, dialogar y construir.

Como presidente de Uruguay entre 2010 y 2015, Mujica no ocupó la residencia oficial. Siguió viviendo en su casa rural, una chacra modesta donde cultivaba flores, acompañado de su perra coja, Manuela. Donaba casi todo su salario y vestía como un campesino más. No por pose, sino por convicción. No buscó acumular poder ni bienes, sino servir. “Donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón” (Mateo 6:21), enseñó Cristo. Y Mujica lo entendió con claridad meridiana: su corazón estaba con los que sufren, con los pequeños, con los olvidados. No necesitó citar la Biblia para vivirla. En su mandato, defendió los derechos sociales, abogó por la equidad, la educación, la salud, el desarrollo rural. Pero por sobre todo, predicó con el ejemplo. En un tiempo donde la política se asocia al ego, Mujica fue un signo de contradicción: hablaba poco, obraba mucho. Y cuando hablaba, decía verdades simples, esenciales. “El poder no cambia a las personas, sólo revela quiénes son”, dijo una vez. Él, que pudo haberse coronado con los honores del cargo, prefirió seguir sembrando tomates.

Aunque se definía como no creyente, Mujica tuvo gestos que hablan más que muchas oraciones. En momentos críticos, pidió a otros que rezaran por sus amigos enfermos. Afirmó que no tenía religión, pero se emocionaba al hablar del misterio de la vida. Veía a Dios en la naturaleza, en la tierra, en los seres vivos. “No soy creyente, pero respeto al que cree con sinceridad”, decía. Y su respeto se volvía testimonio. En su vida no hubo idolatría del dinero, ni búsqueda de prestigio, ni doblez. Su sí fue sí, su no fue no. ¿Qué es eso sino coherencia evangélica? “Por sus frutos los conoceréis” (Mateo 7:16). Mujica, sin buscarlo, dio frutos abundantes: inspiró a jóvenes, reconciliaciones, gestos de humanidad. Enseñó que la política podía ser entrega, que el poder podía ejercerse con ternura. Que una vida sencilla puede ser luminosa.

En octubre de 2024, ya enfermo, se despidió en público con serenidad y esperanza. “Me voy, pero hay brazos jóvenes que seguirán”, dijo con voz pausada. Su cuerpo se fue apagando como se apaga la tarde, sin estridencias. Murió donde quiso morir: entre sus árboles, en su tierra, acompañado por su esposa y el silencio de los pájaros. Pidió ser enterrado sin honores, bajo una secuoya que él mismo plantó. “Del polvo vienes y al polvo volverás” (Génesis 3:19). Pero en esa tierra, como la semilla que muere, Pepe Mujica vuelve a nacer en la conciencia de un pueblo que lo vio vivir como se predica en los evangelios, aunque nunca haya querido abrir uno.

Mujica no canonizó sus ideas ni pretendió erigirse como modelo. Pero su vida fue una homilía viviente. Nos recordó que se puede ser libre desde la pobreza, fuerte desde la ternura, sabio desde la humildad. Que el Reino de Dios no está en los templos, sino donde hay justicia, amor y verdad. Murió un ateo, pero resucita cada vez que un joven elige servir antes que enriquecerse. Cada vez que un político renuncia al privilegio para vivir con el pueblo. Cada vez que un corazón se ensancha con compasión. «El que quiera ser el primero, que se haga el servidor de todos» (Marcos 9:35).

Y es precisamente allí, en ese anonimato del bien, donde viven los santos que nunca buscaron altar. Mujica no necesitó decir «Señor, Señor» para cumplir la voluntad del Padre. La cumplió sembrando justicia desde el barro. Tal vez no creyó en Dios, pero vivió como si Dios creyera en él. ¿Qué mayor testimonio puede dejar un hombre que eso?

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