La Asociación de Mujeres Sacerdotes Católicas Romanas (ARCWP), liderada por Bridget Mary Meehan, se presenta como una voz profética en la Iglesia, pero en realidad se ha convertido en un eco cerrado de su propia agenda. Bajo una fachada de inclusión, igualdad y justicia, esta asociación ha terminado encapsulada en una narrativa autorreferencial que cada vez convence menos incluso a sus propias integrantes. Algunas de sus miembros más antiguas han comenzado a abandonarla silenciosamente, desilusionadas por una organización que prometía transformación pero que ha terminado reproduciendo viejos errores con un nuevo lenguaje.
ARCWP fue fundada en 2010 como una derivación del movimiento de mujeres sacerdotes católicas (RCWP), autoproclamándose como sucesoras apostólicas, aunque sus ordenaciones no son reconocidas por la Iglesia Católica. En lugar de tender puentes reales con la institución eclesial, ARCWP ha optado por una postura de abierta desobediencia, sustentando su legitimidad en una interpretación ideológica del Espíritu Santo, donde cada decisión se reviste de una pseudo-espiritualidad acomodada a conveniencia. No es casual que su teología se haya alejado de la tradición católica y se haya acercado a una espiritualidad de corte protestante, sin anclaje magisterial ni sacramental válido.
Su más reciente declaración, un mensaje de “bendición e invitación” al Papa León XIV, evidencia este patrón de autorreferencia: no buscan realmente un diálogo sino la validación de sus estructuras paralelas. Dicen acoger al Papa, pero condicionan el diálogo a su visión, a su modelo de Iglesia, a sus prácticas. No hay reconocimiento de la autoridad eclesial ni una verdadera apertura al discernimiento eclesial conjunto. Se presentan como fieles a la tradición de Pentecostés, pero ignoran que el mismo Espíritu que descendió sobre los apóstoles también ha guiado dos mil años de Magisterio y discernimiento comunitario. El Espíritu no es propiedad de quienes gritan más fuerte desde los márgenes.
La figura de Bridget Mary Meehan, obispo autoproclamada y rostro visible del movimiento, es particularmente problemática. Lejos de liderar un proceso de renovación desde dentro de la Iglesia, Meehan ha fomentado una cultura de ruptura. La ARCWP no es un movimiento profético dentro del Cuerpo de Cristo, sino una estructura paralela que ha renunciado a la comunión eclesial. Su estilo “horizontal” de liderazgo es una utopía de papel: sin estructura legítima de guía, sin marco claro de rendición de cuentas, sin verdadero discernimiento teológico, lo que queda es un espacio dominado por afinidades ideológicas más que por fe común.
Además, su insistencia en integrar causas justas como los derechos de personas LGBTQ+, la justicia racial o la ecología, aunque nobles en sí mismas, ha terminado siendo instrumentalizada como una plataforma ideológica. Han convertido la liturgia en un espacio de activismo, priorizando discursos de inclusión política sobre el anuncio del Evangelio. Confunden misión con militancia, y sacramento con performance simbólica. La Iglesia tiene el deber de acoger, sanar y dialogar, pero no de disolverse en una agenda dictada por los parámetros del progresismo secular.
ARCWP afirma que todos son bienvenidos “sin condiciones ni exclusiones”, pero en la práctica, esta afirmación se convierte en una coartada para eliminar el sentido de conversión, verdad y exigencia que implica el discipulado cristiano. Jesús acogía a todos, sí, pero también les decía: “Ve, y no peques más”. En ARCWP, no hay espacio para esa segunda parte del mensaje evangélico.
Mientras tanto, las fisuras internas comienzan a notarse. Voces que antes aclamaban el proyecto, ahora lo critican por falta de dirección espiritual, por el caos organizativo, y por la imposibilidad real de reconciliar su camino con el de la Iglesia universal. El entusiasmo inicial ha dado paso al desencanto, porque una Iglesia sin comunión se convierte en una comunidad sin alma.
Bridget Mary Meehan y la ARCWP han escogido la desobediencia como método, y eso las ha llevado a perder credibilidad dentro y fuera del ámbito católico. En vez de inspirar una reflexión honesta sobre el rol de las mujeres en la Iglesia, han reforzado el prejuicio de que toda reivindicación femenina es sinónimo de ruptura. Lejos de abrir caminos, están cerrando posibilidades. El verdadero cambio vendrá de mujeres que, desde dentro, con fidelidad, paciencia y amor eclesial, trabajen por una Iglesia más justa y equitativa. La rebeldía no es reforma. Y el Espíritu Santo no se invoca para justificar lo que se decide sin Él.