En la primavera de 1979, Monseñor Óscar Arnulfo Romero viajó al corazón mismo de la cristiandad. El Salvador ardía bajo las llamas de la injusticia y la represión, y el arzobispo, que alguna vez fue tímido y conciliador, se había convertido en voz profética, en un eco incómodo del Evangelio que denuncia la muerte, el abuso y la mentira.
Romero llegó al Vaticano cargando la sangre de su pueblo en papeles, fotos, testimonios desgarradores. No fue recibido como un enviado de Dios, sino como un problema. Rogó una audiencia con el Papa Juan Pablo II, y no la obtuvo. No había espacio en la agenda para las lágrimas de un pueblo crucificado. Solo consiguió robarle unos minutos, poniéndose en la fila de los peregrinos comunes. Allí, breve y apresuradamente, intentó entregarle un grueso informe: el martirio de miles en páginas que ardían de dolor. Pero el Papa, impaciente, lo rechazó: «No tengo tiempo para leer tanta cosa», dijo.
Romero no se rindió. Como el ciego Bartimeo a las puertas de Jericó (Mc 10, 46-52), clamó desde su miseria: «Señor, ten compasión de nosotros». Le contó de los asesinatos, las torturas, los vejámenes cometidos ante la indiferencia y complicidad del poder. Pero como entonces, también hoy la multitud intentó hacerlo callar. El Papa lo interrumpió: «No exagere, señor arzobispo». Y aún más, le reprendió: «Un buen cristiano no crea problemas a la autoridad. La Iglesia quiere paz y armonía».
¿Paz? ¿Armonía? ¿No dijo Cristo: «No piensen que he venido a traer paz a la tierra; no he venido a traer paz, sino espada» (Mt 10,34)? ¿No fue el mismo Jesús quien volcó las mesas de los mercaderes en el templo, desafiando a los poderosos de su tiempo? (Mt 21,12-13)
Romero regresó a su tierra, cargando no solo la cruz de su pueblo, sino también el peso frío de la indiferencia vaticana. Él sabía que quien anuncia el Reino no puede pactar con los Herodes modernos. Desde su púlpito, siguió denunciando con valentía las injusticias, llamando al ejército a dejar de matar a sus hermanos. «En nombre de Dios y en nombre de este sufrido pueblo, les suplico, les ruego, les ordeno: ¡Cese la represión!», clamó en una de sus últimas homilías.
El 24 de marzo de 1980, el Cuerpo de Cristo fue elevado en el altar… y junto con Él, el cuerpo de Monseñor Romero. Un disparo certero lo fulminó mientras celebraba la misa. «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13), había enseñado Jesús. Romero lo vivió hasta el último aliento.
Hoy, la historia parece querer encubrir las heridas. Se beatifica a los verdugos en vida, mientras los profetas son reconocidos solo después de muertos. Juan Pablo II, el Papa que regañó a Romero por «exagerar», fue declarado beato, recordado como artífice de la paz. Mientras tanto, Romero, aquel que «molestó» a la autoridad, tardó décadas en ser proclamado mártir.
Pero los que leen el Evangelio con ojos abiertos no se confunden. «Ay de ustedes cuando todos hablen bien de ustedes, porque así trataron sus padres a los falsos profetas» (Lc 6,26). La verdadera profecía nunca agrada al poder. La cruz verdadera siempre duele, siempre sangra, siempre incomoda.
La historia de Romero es también la historia de un Evangelio silenciado. Un Evangelio que no adorna los palacios sino que incomoda a los reyes. Un Evangelio que no justifica la violencia ni bendice al opresor, sino que se hace carne en los torturados, en los pobres, en los descalzos. «Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos» (Mt 5,10).
No es exageración decirlo: en Romero, el Cristo de los pobres volvió a ser crucificado. Y quienes debían reconocerlo, prefirieron mirar hacia otro lado.
Hoy, cuando recordamos a Monseñor Romero, no basta con repetir su nombre como un eslogan vacío. Estamos llamados a encarnar su misma fidelidad al Evangelio, su misma denuncia valiente, su mismo amor hasta el extremo.
Porque todavía hay Romeros muriendo en el mundo. Y todavía hay Pilatos lavándose las manos.
¿Estás dispuesto tú a no quedarte callado?
LES FELICITO A QUIENES HACEN ESTE PORTAL CON SUS BUENISIMAS REFLEXIONES, SOY SACERDOTE CATOLICO MEXICANO Y ME ALEGRA HABERLES ENCONTRADO EN LAS REDES SOCIALES…SIGAN DESPERTANDO A TANTO CATOLICO DORMIDO EN SU FE…Cuentan con mi oración y apoyo: P. Javier Rodriguez Orozco