En Santiago de Compostela, el reciente Encuentro de Voluntarios de Cáritas de Galicia nos ha recordado con fuerza algo que debería ser evidente para toda comunidad cristiana: la llamada urgente a ser comunidades de acogida para las personas migrantes. No se trata solo de una cuestión de asistencia humanitaria; es, en el fondo, una cuestión de fidelidad evangélica, de hacer realidad aquel mandato de Jesús: «Fui forastero y me acogisteis» (Mt 25, 35).
La migración, tan a menudo narrada en nuestros días bajo relatos de miedo y desconfianza, debe ser reinterpretada desde una mirada de fe. Migrar no es un capricho, ni una amenaza; es, como nos recuerdan múltiples voces proféticas de nuestra Iglesia, un derecho humano fundamental. Frente a un sistema global que genera desigualdades insoportables, la movilidad humana aparece como una respuesta digna al deseo de una vida mejor, de seguridad, de pan y futuro para los hijos.
La experiencia migratoria no empobrece a quienes acogen, sino que los enriquece. Cada persona que cruza fronteras trae consigo una historia, una cultura, una riqueza espiritual que puede fecundar nuestras comunidades anquilosadas. Como ha recordado en tantas ocasiones Santiago Agrelo, arzobispo emérito de Tánger, acoger no es un acto de generosidad magnánima del que «ya lo tiene todo», sino un acto de justicia elemental. No somos nosotros los que damos algo que nos sobra; son los migrantes quienes nos ofrecen una oportunidad de humanización que no deberíamos despreciar.
Pero para que la acogida sea real y profunda, es necesario enfrentarse a los discursos de odio que cada vez encuentran más eco en nuestras sociedades. El voluntariado de Cáritas, en su testimonio y su acción, está llamado a ser un contrapeso frente a la ola de bulos, prejuicios y manipulaciones que criminalizan al pobre y al extranjero. Cuando los medios de comunicación siembran el miedo, cuando algunos líderes políticos avivan la llama del rechazo, la comunidad cristiana debe alzar la voz en sentido contrario. Como diría Xabier Pikaza, la hospitalidad es la primera y más auténtica forma de resistencia cristiana ante el poder que divide y margina.
La lucha contra el odio no es solo verbal: es práctica. Se trata de abrir espacios de encuentro, de construir proyectos de integración, de acompañar procesos de vida. Se trata, en última instancia, de mirar a los migrantes como hermanos y hermanas, no como «problemas» a gestionar. La Iglesia, si quiere ser fiel a su misión, debe ensuciarse las manos, compartir la vida cotidiana de aquellos que llegan con sus heridas abiertas, y aprender de ellos.
El Papa Francisco ha sido una voz incansable en esta línea. Desde Lampedusa hasta su encíclica Fratelli tutti, no ha cesado de recordarnos que los migrantes son «el signo más claro de las periferias existenciales» que claman al cielo. Su cercanía pastoral no ha sido un simple gesto simbólico, sino una opción evangélica radical: estar del lado del vulnerable, del que no cuenta, del que no tiene papeles ni voz.
Recordarlo hoy, en este Encuentro de Voluntarios, no es un gesto de cortesía, sino de coherencia. Francisco ha puesto el drama de la migración en el centro de la conciencia eclesial global, desafiando a una Iglesia demasiado acomodada en sus seguridades. Nos ha pedido no solo que abramos las puertas, sino que cambiemos las estructuras que generan exclusión. Nos ha invitado a caminar hacia una fraternidad universal que rompa los muros de la indiferencia y construya puentes de solidaridad.
Juan Simarro, en su reflexión teológica sobre la misión de la Iglesia, afirma que no puede haber verdadera evangelización sin inclusión del pobre, del marginado, del extranjero. Evangelizar no es solo anunciar con palabras, sino con gestos de vida que hagan creíble el mensaje de amor universal de Dios. Por eso, acoger al migrante no es un «tema social» más entre otros: es una cuestión central de fe.
Ciertamente, el camino no es fácil. Implica superar miedos, renunciar a privilegios, cuestionar modos de vida asentados en el consumo y la indiferencia. Pero es el único camino evangélico. No podemos confesar a Cristo y al mismo tiempo cerrar las puertas al hermano que llama. No podemos comulgar con su Cuerpo y despreciar el cuerpo sufriente del migrante.
Ser comunidades de acogida no es un añadido opcional al ser cristiano: es la prueba de fuego de nuestra fe. En cada migrante que acogemos, abrazamos al mismo Cristo. En cada migrante que rechazamos, herimos su cuerpo místico. La pregunta, como en el Evangelio, no será qué leyes defendimos o qué identidades preservamos, sino si supimos ver y amar a nuestro prójimo.
Hoy, en Santiago, este compromiso resuena con fuerza. No estamos solos. Nos acompañan tantos testigos valientes —mujeres y hombres, laicos y pastores— que creen en una Iglesia que no se cierra sobre sí misma, sino que sale al encuentro. Ojalá sepamos estar a la altura del reto. Ojalá, como comunidades de fe, podamos ser hogar para quienes buscan un lugar donde vivir y soñar.
La acogida no es una opción: es el Evangelio en acto.
Además, acoger al migrante no solo es un deber ético y cristiano, sino una fuente inmensa de enriquecimiento para nuestras comunidades. Los inmigrantes no llegan a nuestras tierras como hojas vacías; traen consigo tradiciones, lenguas, saberes, modos de ver el mundo que amplían nuestra mirada y rompen el cerco estrecho de nuestras costumbres.
Cada cultura que llega nos ofrece nuevos matices para entender la vida, nuevas formas de expresar la fe, nuevas energías para renovar una sociedad que muchas veces se siente cansada, individualista y encerrada en sí misma. Su presencia nos enseña a vivir con más gratitud, a recuperar el valor de la familia, a revalorizar la solidaridad entre vecinos, a no dar por descontado el trabajo, el estudio, el esfuerzo diario.
Como recuerda Santiago Agrelo, los pobres —y entre ellos los migrantes— no vienen a ocupar nuestro lugar: vienen a recordarnos quiénes somos, a enseñarnos a ser más humanos. Su llegada es una llamada a salir del letargo, a combatir el miedo, a construir juntos una sociedad más abierta, plural y fraterna. No solo les damos, también recibimos de ellos: esperanza, resiliencia, capacidad de lucha, alegría.
Frente a quienes siembran odio y exclusión, nosotros afirmamos con firmeza: los migrantes son un don. Nos ayudan a reencontrarnos con nuestra vocación más profunda como comunidades vivas, dinámicas y abiertas. Nos recuerdan que todos, en el fondo, somos peregrinos en esta tierra, y que nuestra verdadera patria es la del amor compartido, más allá de las fronteras.
Solo acogiendo y aprendiendo de ellos podremos construir una Iglesia y un mundo a la altura del Evangelio que proclamamos.