En una escena que bien podría describirse como un insulto directo al corazón mismo del catolicismo, el líder de Vox, Santiago Abascal, llamó al papa Francisco «ciudadano Bergoglio» durante una entrevista en el programa Espejo Público de Susanna Griso. No se trató de un lapsus, ni de una torpeza lingüística. Fue un acto de desprecio calculado, un gesto cargado de intenciones políticas, una manera de arrojar al pontífice a la hoguera mediática como símbolo de la izquierda. No solo se negó a llamarlo por su nombre papal —título que millones de fieles de todo el mundo veneran— sino que buscó degradarlo al rango de simple mortal, despojándolo de la dignidad y autoridad moral que encarna su figura.
Este ataque no es casual, ni tampoco nuevo. Forma parte de una cruzada ideológica emprendida por la ultraderecha internacional contra Francisco, un Papa que ha osado levantar la voz frente al racismo, el machismo, el odio al migrante y la acumulación obscena de riqueza. Un Papa que predica con claridad evangélica contra la crueldad, el desprecio al débil, y los sistemas que esclavizan al ser humano. Esos mismos sistemas que la extrema derecha defiende a capa y espada bajo banderas de patria, orden y tradición.
Abascal no está solo en su cruzada. El Partido Popular también ha mostrado más de una vez su incomodidad con la figura del Papa. Basta recordar cómo su número dos, Cuca Gamarra, calificó de “cumbre comunista” la visita de la vicepresidenta Yolanda Díaz al Vaticano. El tuit fue borrado rápidamente, pero no lo suficientemente rápido como para que quedara en la memoria colectiva como muestra del profundo malestar que el mensaje social del Papa genera entre las filas conservadoras. No les gusta que el Papa hable de justicia social, de derechos humanos, de empatía hacia los migrantes, de frenar la destrucción del planeta o de condenar el racismo estructural. Porque les deja sin argumentos. Porque los retrata.
La paradoja es grotesca: los mismos que se envuelven en crucifijos y vírgenes cuando se trata de atacar derechos de las mujeres o de la comunidad LGTBI, desprecian con una facilidad pasmosa al jefe de la Iglesia Católica cuando este no se pliega a sus dogmas de odio y exclusión. Se declaran católicos, pero rechazan al Papa. Se golpean el pecho en Semana Santa, pero insultan al sucesor de Pedro si no comulga con su nostalgia franquista.
El clímax de esta hipocresía quedó claro con el que fue el último visitante recibido por Francisco, pocas horas antes de morir (según lo que se ha conocido en diversos círculos eclesiásticos): JD Vance, el actual vicepresidente de Estados Unidos y delfín político de Donald Trump. Vance, convertido al catolicismo en 2019, representa la cara más brutal y reaccionaria de ese sector que se autoproclama guardián de la tradición cristiana. Nacionalismo blanco, antifeminismo, homofobia y una interpretación medieval del cristianismo son parte de su manual político. La visita de Vance no fue un acto de comunión espiritual: fue el último saludo entre un hombre de fe y uno de sus más ruidosos detractores. Francisco, hasta el final, no dejó de tender la mano, incluso a aquellos que viven de fomentar el miedo y el odio.
La línea es clara: la guerra contra el Papa no es religiosa, es ideológica. No es una disputa doctrinal ni teológica. Es una ofensiva política. A Francisco no lo odian por ser mal Papa, sino por ser un Papa incómodo. Porque no bendice sus abusos. Porque no calla ante las injusticias. Porque llama al pan, pan; y al pecado, pecado. Porque no se arrodilla ante los poderosos, sino ante los que sufren.
Y es que Francisco ha sido —y sigue siendo— uno de los mayores obstáculos para que la ultraderecha se apropie del discurso cristiano como si fuera de su propiedad exclusiva. Su papado ha sido una constante denuncia contra la cultura del descarte, contra los muros y las fronteras, contra el capitalismo salvaje que transforma a las personas en mercancías. Por eso molesta tanto. Porque desmonta con el Evangelio en la mano toda la farsa pseudoreligiosa con la que intentan justificar sus políticas inhumanas.
El problema no es Francisco. El problema es que muchos quieren una Iglesia muda, sumisa, que sirva como coartada para su odio. Quieren crucifijos, pero no cruz. Quieren ritual, pero no compromiso. Quieren un Dios que bendiga su codicia, no un Cristo que eche a los mercaderes del templo.
Llamar “ciudadano Bergoglio” al Papa no es solo un acto de falta de respeto. Es, simbólicamente, un intento de destituirlo. De bajarlo del trono moral que ocupa en un mundo cada vez más deshumanizado. Pero ese intento fracasa, porque la verdadera autoridad no reside en los títulos, sino en el testimonio. Y Francisco ha dado testimonio, una y otra vez, de lo que significa seguir a Cristo: amar sin distinción, defender a los pequeños, denunciar la injusticia, cargar con el dolor del mundo.
Si hay algo que queda claro es que el Papa no necesita la aprobación de Vox, del PP ni de sus satélites ultraconservadores. La historia los pondrá a ellos en su sitio. A Francisco, ya lo ha puesto en el suyo: el de los grandes hombres de fe que no tuvieron miedo de hablar cuando todos callaban.
Y eso, les arde. Porque saben que, al final, el Evangelio que Francisco predica, los deja desnudos.