La reciente publicación de Andrés Torres Queiruga en La Voz de Galicia sobre el papa Francisco es, sin duda, una de las reflexiones más conmovedoras y lúcidas que se han escrito sobre el legado de este pontífice. El teólogo gallego, con su habitual claridad y sensibilidad, nos entrega no solo un homenaje, sino una verdadera lectura espiritual e histórica del papel que Francisco ha jugado en la Iglesia y en el mundo. El texto no busca ni la elegía fácil ni la idealización: se mueve en una línea fina y certera entre la admiración honesta y el análisis profundo, lo que lo convierte en una joya del pensamiento religioso contemporáneo.
Desde las primeras líneas, Queiruga nos sitúa frente a una escena que todos hemos vivido con una mezcla de tristeza y asombro: el deterioro físico visible del papa en sus últimas apariciones. Pero lo que para muchos fue motivo de pena, él lo transforma en clave de lectura ética y teológica. Francisco no escondió su fragilidad: la mostró, la compartió, y con ello convirtió su debilidad en lección. Fue su manera final de predicar, de vivir el Evangelio hasta el último respiro.
Queiruga acierta al interpretar ese gesto no como rendición, sino como testamento. Francisco quiso morir como vivió: abierto al mundo, a la intemperie de la historia, sin esconderse tras muros ni protocolos. Y en ese gesto final, como bien señala el autor, hay un mensaje universal, una súplica silenciosa que interpela incluso a quienes no comparten su fe.
El artículo destaca también, con admirable sobriedad, la coherencia radical de Francisco. Un hombre de zapatos ortopédicos, símbolo de sencillez, que no calzaban bien en los pasillos del poder, pero sí lo llevaban hasta Lampedusa, hasta Mongolia, hasta los márgenes donde la humanidad clama. Queiruga no necesita inflar la imagen del papa: la deja hablar por sí misma. Y al hacerlo, deja claro que este pontífice ha sido, como pocos, un testimonio encarnado del Evangelio.
Mención especial merece su análisis del proceso sinodal iniciado por Francisco. Con mirada teológica y pastoral, Queiruga señala que este puede ser uno de los legados más transformadores del papa. Y lo dice sin triunfalismos, consciente de la dificultad y la resistencia que conlleva abrir de verdad la Iglesia a la escucha del Pueblo de Dios. Sinodalidad no es una moda ni una estructura: es, como bien señala, un retorno a la raíz evangélica de una comunidad que discierne en común, que camina junta, que no deja a nadie atrás.
Resulta igualmente acertado el modo en que Queiruga aborda los límites y tensiones del pontificado. No los oculta, pero los pone en su contexto, sin perder de vista el horizonte mayor. Señala, por ejemplo, la aún escasa claridad teológica en cuestiones clave como el sacerdocio femenino, pero lo hace sin cargar la responsabilidad únicamente sobre Francisco, sino sobre el conjunto de una teología eclesial que aún no ha sabido distinguir bien entre dogma y praxis pastoral. Este enfoque, crítico pero justo, es una de las grandes virtudes del texto.
Tampoco escapa a su análisis la dimensión ecuménica del papado de Francisco. Lejos de gestos diplomáticos vacíos, sus acercamientos a otras confesiones cristianas y al Islam nacen de una autenticidad radical, que se arriesga incluso a parecer exagerada. Pero es precisamente esa radicalidad del corazón la que ha hecho de Francisco un referente moral global, incluso más allá del ámbito católico.
En definitiva, el artículo publicado en La Voz de Galicia no es solo una reflexión brillante sobre el papa Francisco. Es también una invitación a seguir su ejemplo, a no dejar que su legado se diluya en homenajes huecos. Queiruga nos recuerda que lo que Francisco ha intentado iniciar —una Iglesia pobre, misericordiosa, en salida, abierta al diálogo y a la escucha— es un proceso aún en marcha, lleno de obstáculos pero también de promesas.
Y es también, y quizá sobre todo, un acto de gratitud. Porque no todos los días la historia nos regala una figura como la de Francisco: alguien que, sin pretensiones de grandeza, ha logrado tocar el alma de creyentes y no creyentes, con la fuerza silenciosa de una vida vivida a la intemperie del Evangelio. Queiruga ha sabido leer y decir eso como pocos. Y su texto, más que una despedida, es un llamado a la fidelidad: no a una persona, sino al horizonte que ella nos mostró.
Ojalá sepamos estar a la altura de esa herencia. Ojalá no dejemos caer la antorcha que Francisco, con sus manos temblorosas pero firmes, nos ha tendido.
José Carlos Enríquez Díaz