Cuando el Papa Francisco dijo “el capitalismo mata”, no pocos se escandalizaron. Pero no fue el sistema económico el que se escandalizó —porque el capitalismo no tiene alma—, fueron sus siervos más fieles: tertulianos bien alimentados, políticos de manos limpias y bolsillos llenos, obispos domesticados que bendicen al César en vez de cargar con la cruz del pueblo. Y fue entonces cuando se desató el odio: insultos, burlas, acusaciones de comunismo. No se tolera que el Papa cumpla su misión profética. No se perdona que señale al verdadero ídolo de este siglo: el dios dinero.
¡Francisco no habló desde la ideología. Habló desde el Evangelio! Desde las entrañas de una Iglesia que aún guarda, entre sus grietas, la memoria de un Cristo pobre, perseguido y crucificado por decir verdades incómodas. Y como entonces, también hoy lo persiguen. El sistema no tolera a los profetas: los calla, los caricaturiza o los crucifica. A Francisco le tocó el escarnio mediático y el desprecio de una parte de su propio pueblo. ¿La razón? Atreverse a decir que este orden económico es criminal, porque produce muerte, explotación, exclusión.
Hoy, en las calles de España —sí, en la Europa “desarrollada”— miles de inmigrantes viven en un limbo legal y humano. No tienen papeles, y por no tener papeles no pueden trabajar. Pero necesitan trabajar para poder obtener los papeles. Un círculo vicioso perverso que se convierte en jaula. Los pocos que logran conseguir algún ingreso lo hacen entregando su vida: jornadas eternas, sin contratos, sin derechos, usando su propio coche, su gasolina, su cuerpo agotado. Todo para alimentar a su familia mientras el sistema los usa, los exprime y luego los desecha como mercancía rota.
¿Qué nombre merece este sistema que se alimenta del sudor de los más vulnerables y les niega hasta el derecho a existir? ¿No es esta una forma moderna de esclavitud? ¿No es exactamente esto lo que el Papa denuncia?
Y sin embargo, cuando alza la voz por estos hermanos y hermanas invisibles, los defensores del “orden” saltan como lobos. Son los mismos que susurran que “con Franco se vivía mejor”. Una nostalgia miserable que idealiza una dictadura construida sobre el miedo, la represión y el silencio impuesto. Hoy, esa misma lógica de orden autoritario reaparece en los discursos ultras que culpan al inmigrante de todos los males, que idealizan la nación blanca, católica y cerrada. Y lo más vergonzoso: hay obispos que se suman a esa nostalgia venenosa, que bendicen discursos xenófobos, que callan ante el sufrimiento y que, en nombre de una supuesta moral, traicionan el Evangelio.
No se puede seguir sirviendo a dos señores: o se está con los pobres o con el capital; o se defiende la dignidad humana o se justifica al sistema que la pisotea. Lo que Francisco ha hecho no es más que recordar el corazón del cristianismo: la opción por los últimos, por los descartados, por los que no cuentan. Y en esta España que presume de moderna pero trata a los inmigrantes como mano de obra desechable, esas palabras suenan como una herejía.
Es revelador que el escándalo no sea la explotación, sino que alguien se atreva a denunciarla. El capitalismo ha logrado convertir la injusticia en normalidad y la denuncia en amenaza. Por eso insultan al Papa: porque se atrevió a decir que el emperador está desnudo.
Este sistema no solo mata el cuerpo. Mata el alma. Nos hace ciegos al sufrimiento ajeno, nos convierte en espectadores de una injusticia estructural que aceptamos como si fuera ley natural. El dios dinero exige sacrificios: vidas humanas, sueños rotos, familias separadas. Y los templos donde se le rinde culto están por todas partes: en los bancos, en los parlamentos, en algunos medios y tristemente, también en sectores de la Iglesia que han olvidado al Cristo pobre de Nazaret.
Pero no todo está perdido. Mientras haya voces que denuncien, mientras haya creyentes que se nieguen a vender su conciencia por estabilidad, mientras haya profetas que griten aunque los insulten, queda esperanza. Francisco ha hecho lo que debía. Ha hablado como pastor, no como político. Y eso molesta más que cualquier panfleto.
En tiempos oscuros, la palabra profética no gusta. Pero es necesaria. Es lámpara, es fuego, es luz. Que moleste, que incomode, es buena señal. Lo contrario sería señal de traición. Hoy más que nunca, necesitamos una Iglesia que no tema ensuciarse las manos, que no se alíe con los poderosos, que abrace a los que el sistema descarta. Y necesitamos cristianos que no miren hacia otro lado mientras el dios dinero sigue crucificando a los inocentes.
Porque, sí: el capitalismo mata. Y el Evangelio no lo bendice. Lo denuncia. Como Francisco.