Hay tierras que no sólo forjan paisajes, sino que moldean espíritus. Asturias, con sus verdes infinitos, sus montañas que acarician el cielo y ese mar Cantábrico que habla con voz profunda, es una de esas tierras. De allí brota una humanidad auténtica, noble, de gente que mira a los ojos, que abraza con verdad y que sabe de silencios llenos de sentido. No es casualidad que desde esa tierra haya emergido una figura luminosa en la Iglesia de hoy: el cardenal Ángel Fernández Artime.
Asturias no se olvida. Se queda en la piel y en el alma. Así lo comprendí gracias a una mujer muy especial que me llevó de la mano a conocerla. No sólo me mostró sus paisajes, sino también a su gente: trabajadores incansables, mujeres y hombres de fe serena y carácter firme, corazones templados por la montaña y la mar. Esa mujer, con su dulzura y su fuerza, fue puente hacia una Asturias viva, que canta y reza a su modo, que no teme al barro ni a la gloria.
Fue ella, con su forma de hablar —como una canción que viene del alma—, la que me enseñó a mirar Asturias con ojos de gratitud. En cada rincón veía belleza, en cada rostro encontraba historia, y en cada gesto, hospitalidad. Esa mujer no sólo me abrió una puerta a un lugar: me abrió el corazón a una forma de sentir, de vivir, de amar. En su mirada había un fuego antiguo y sereno, como si llevara siglos escuchando el rumor de los hórreos, el eco de la gaita y las plegarias del pueblo.
Gracias a ella, entendí lo que significa pertenecer a una tierra sin perder la universalidad del alma. Y es precisamente eso lo que refleja el cardenal Artime: un hombre de Asturias con mirada universal. No sólo por sus raíces, sino por su manera de caminar por la vida: sencilla, cercana, directa. Como buen salesiano, ha sabido hacer de la alegría un lenguaje pastoral y del acompañamiento una vocación. Su sonrisa es honesta, su mirada limpia, su palabra siempre en construcción de paz.
Y es que el cardenal Artime no es un nombre más en el Colegio Cardenalicio. Su cercanía con el papa Francisco es una señal de sintonía profunda, de comunión no sólo en ideas sino en espíritu. Comparten una misma visión de Iglesia: una Iglesia en salida, que rompe protocolos para abrazar a los últimos, que encuentra a Dios en los márgenes y no en los mármoles. Ambos han hecho del Evangelio una urgencia amable y de la misericordia una bandera.
Pero si algo une también a Artime con Francisco es su humanidad sin etiquetas. El fútbol, por ejemplo, no es sólo una afición: es metáfora de equipo, de juego limpio, de pasión que une sin distancias. Artime, como Francisco, entiende que la espiritualidad no está reñida con la alegría del pueblo, con las tradiciones que laten en la calle. Y en eso, vuelve a ser profundamente asturiano: cercano, entrañable, con los pies en la tierra y el corazón en lo alto.
¿Podría ser el futuro Papa? Nadie lo puede decir con certeza, pero muchos lo pueden desear con esperanza. Porque en estos tiempos recios, se necesita de un pastor que no olvide de dónde viene, que sepa mirar con ternura, que escuche más de lo que hable, que toque con manos de hermano. Y eso, Artime lo ha hecho siempre.
Si algún día la historia le llama a ocupar la cátedra de Pedro, lo hará con la humildad de quien sabe que el verdadero poder es servir. Y entonces Asturias entera sentirá que una parte de su alma ha sido sembrada en Roma.
Y yo, cada vez que mire hacia el norte, recordaré que todo comenzó con una mujer. Una mujer de alma grande y mirada clara, que supo enseñarme que las tierras verdaderas no se visitan, se habitan con el corazón. Ella fue brújula y refugio, poesía y camino. Su gesto generoso me regaló no solo un lugar en el mapa, sino una verdad más profunda: que los grandes destinos siempre empiezan en los corazones nobles. Y si hoy escribo estas palabras con tanto amor por Asturias y con tanta esperanza en Artime, es gracias a ella.