La Corrupción y las Compañías: Una Mirada Ética y Política Necesaria

La Corrupción y las Compañías: Una Mirada Ética y Política Necesaria

La corrupción política se ha convertido en una de las sombras más persistentes de nuestra democracia. No se trata solo de un delito económico, sino de una fractura ética que erosiona la confianza social y desdibuja el sentido del servicio público. España es un ejemplo claro de ello: ningún partido importante ha quedado libre de casos de corrupción, y reconocer esta realidad es un ejercicio necesario de honestidad colectiva.

En este contexto, la relación entre líderes políticos y determinadas compañías personales ha sido motivo de controversia pública, y uno de los ejemplos más significativos es la amistad mantenida en el pasado entre Alberto Núñez Feijóo y Marcial Dorado, figura posteriormente identificada como narcotraficante. Aunque Feijóo ha afirmado que en aquel entonces desconocía sus actividades, una parte de la ciudadanía ha recibido esa explicación con escepticismo, precisamente por la relevancia ética que tiene el entorno de una persona pública.

El problema no es solo una fotografía o una travesía juntos: el verdadero debate gira en torno a la responsabilidad moral del político a la hora de escoger sus compañías, y cómo estas pueden afectar a la credibilidad del cargo que ocupa. La vida privada de un representante público no puede desligarse completamente de su figura institucional, porque quienes ostentan poder deben ser ejemplo de prudencia, rectitud y discernimiento.

La tradición moral cristiana ha insistido siempre en la importancia de las buenas compañías. El Catecismo de la Iglesia Católica advierte sobre el escándalo, entendido como cualquier acto que pueda inducir a otros al mal, y subraya que rodearse de personas cuya conducta es moralmente reprobable supone un riesgo ético real. No se trata solo de evitar el mal, sino de evitar la apariencia del mal, pues esta también puede dañar a la comunidad.

La Biblia ofrece advertencias igualmente claras. En Proverbios 13:20 se afirma:
“El que anda con sabios será sabio; el que se junta con necios saldrá perjudicado.”
Y en el Salmo 1 leemos: “Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los malvados, ni se detiene en el camino de los pecadores.”

Estos textos no pretenden señalar culpables, sino recordarnos un principio universal: nuestras compañías moldean nuestro criterio y afectan a nuestra reputación, sobre todo cuando ocupamos puestos de influencia.

El caso Feijóo–Dorado ha reabierto un debate más amplio sobre la corrupción en España. Es necesario admitir que la corrupción no es patrimonio exclusivo de una sigla, ni de una ideología. El Partido Popular lleva a sus espaldas algunos de los casos más conocidos de la historia reciente: Gürtel, Púnica, la trama de las cajas B, Bárcenas, Rato, entre otros. Estos episodios no solo tuvieron consecuencias judiciales, sino que minaron profundamente la confianza de una parte de la ciudadanía.

Pero sería injusto limitarse al PP. El PSOE enfrentó el escándalo de los ERE en Andalucía, probablemente uno de los mayores casos de corrupción institucional en la España democrática. Incluso partidos más recientes han visto cuestionada su integridad por polémicas internas, decisiones de contratación o manejo de recursos públicos.

Por eso es legítimo sostener que la corrupción en nuestro país es un problema estructural, más relacionado con la forma en que se ejerce el poder que con las etiquetas ideológicas. Platón advertía en La República que la corrupción nace cuando el poder no está guiado por la virtud. Y Cicerón, uno de los grandes juristas romanos, recordaba que ninguna ley podrá jamás suplir la falta de integridad personal.

Aquí quiero traer a la memoria algo que me marcó profundamente: en uno de los libros del jesuita José María Castillo, ya fallecido, leí una reflexión que nunca olvidé. Él explicaba por qué nunca había pertenecido a ningún partido político. No porque desconfiara de la política —todo lo contrario—, sino porque consideraba imprescindible conservar una libertad interior que le permitiera pensar sin presiones externas. Castillo escribía una idea que, con el tiempo y viendo tantos escándalos, cobra todavía más sentido:
“Políticos honrados y nobles quedan pocos; por eso es tan importante que se rodeen de verdad, no de intereses.”

Esa frase se quedó grabada en mí, y vuelve a mi memoria cada vez que aparece una noticia que mezcla poder, amistad y sombras.

En todo este panorama, conviene recordar que existen figuras que ejercieron cargos de enorme importancia sin verse envueltos en tramas de corrupción personal. Manuel Fraga es un ejemplo que suele ponerse sobre la mesa. Podía gustar más o menos su ideología, pero no se le asoció con enriquecimientos ilícitos ni con prácticas corruptas, lo que demuestra que la integridad en la vida pública es posible, aunque sea infrecuente.

La corrupción no es solo un problema judicial: es una quiebra moral que deteriora la convivencia social. Recuperar la confianza requiere leyes firmes, pero también carácter, prudencia y coherencia ética. Ningún dirigente puede permitirse ignorar el impacto de sus compañías, porque el servicio público exige no solo rectitud, sino ejemplaridad.

La política no se regenera con discursos, sino con hechos, con transparencia y con la valentía de escoger siempre la compañía adecuada, aunque no sea la más cómoda.

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