Los héroes invisibles del Hospital Naval de Ferrol: cuando la vocación vence al abandono

Los héroes invisibles del Hospital Naval de Ferrol: cuando la vocación vence al abandono

En el corazón del Hospital Naval de Ferrol, el servicio de Oncología late con una fuerza silenciosa. Allí, entre batas blancas y miradas cansadas, un grupo de profesionales sostiene cada día el milagro de la atención humana en medio del caos. No hay suficientes manos, no hay suficientes horas, no hay suficiente reconocimiento. Pero lo que sí hay —y en abundancia— es entrega, empatía y una humanidad que no se aprende en ninguna facultad.

Hace unos días, mientras acompañaba a un familiar en la sala de Oncología, me encontré con José Cuenca Castro, uno de esos profesionales que, a pesar de todo, siguen al pie del cañón. Me hablaba de una realidad que debería estremecer a cualquiera: han protagonizado movilizaciones recientes reclamando el reconocimiento del grado A1 que se les niega. Trabajan con la responsabilidad de un profesional sanitario de primer nivel, pero sin el reconocimiento ni las condiciones que eso implica. En este momento no están en huelga, pero la indignación no ha desaparecido, y se esperan nuevas movilizaciones si la situación no cambia.

“Solo podemos ver los ojos de los pacientes al entrar, cuando los atendemos y cuando se marchan”, me decía. Y esa frase —tan sencilla, tan dura— lo resume todo: la deshumanización provocada por la falta de personal, por la presión, por el abandono institucional. Cada jornada es una carrera contrarreloj en la que se intenta mantener la calidad, la sonrisa, la palabra amable, aunque el sistema haga todo lo posible por agotarlas.

En medio de esta tormenta brilla la figura de Laura de la Paz, jefa del servicio de Oncología. No solo dirige, sino que acompaña, escucha, consuela y actúa. Su equipo, formado por enfermeros, auxiliares y técnicos, representa la esencia misma de lo que debería ser la sanidad pública: cercanía, compromiso y dignidad.

Y junto a ella, quiero destacar a Noelia Alonso, una enfermera que encarna la vocación más pura de la profesión. Siempre amable, atenta y cercana, Noelia es de esas personas que no solo aplican un tratamiento, sino que transmiten paz y confianza. Tiene esa mezcla de profesionalidad y ternura que solo poseen quienes entienden que cuidar no es un trabajo, sino un acto de amor. Mi madre, paciente de este servicio, siempre me habla de su trato: de cómo la mira, la escucha, le explica, la hace reír incluso en los días difíciles. Noelia representa la mejor cara de nuestra sanidad pública: la que cura el cuerpo y también el alma.

Cada vez que mi madre tiene un problema, llama y le responden con un “pásate por aquí, te atendemos en el momento”. Y así es. No se trata solo de rapidez: se trata de una atención de calidad, con empatía y con corazón. Porque cuando la estructura se derrumba, ellos siguen sosteniendo lo más importante: la humanidad.

Pero la realidad laboral que soportan es inaceptable. No hay suficientes trabajadores, las jornadas son extenuantes, los recursos escasos. Una enfermera me decía con resignación: “Hasta el capellán gana más que nosotros”. Más allá de la comparación, el mensaje es demoledor: quienes cuidan la vida están siendo tratados con una indiferencia que duele. Y mientras esto ocurre, desde las instituciones se sigue jugando al despiste, como si la falta de inversión o de planificación fuese una simple casualidad y no el resultado de decisiones políticas conscientes.

Lo preocupante es que esta desatención a la sanidad pública no es un hecho aislado. En Andalucía, por ejemplo, el propio Juanma Moreno tuvo que enfrentar críticas tras los cribados de cáncer en los que no se informó debidamente a las pacientes sobre los resultados, lo que generó una ola de indignación y desconcierto. No se puede hablar de prevención si se olvida el acompañamiento. No se puede hablar de salud si se trata a los enfermos como números. Eso no es gestión sanitaria, es deshumanización.

Y mientras tanto, la sanidad privada sigue ganando terreno. Cada año más personas se ven obligadas a pagar seguros para recibir la atención que antes garantizaba el sistema público. Se favorece lo privado y se deja que lo público se hunda lentamente, como si la salud fuera un negocio y no un derecho. Basta mirar a Estados Unidos para entender hacia dónde lleva este camino: allí, quien no tiene dinero, simplemente no se cura. Se muere en silencio. Y en Galicia, poco a poco, parece que se está abriendo esa misma grieta.

Desde los despachos se justifican los retrasos, las carencias y la falta de médicos con frases vacías y tecnicismos. Se dice que todo depende de Madrid, que los procesos son lentos, que hay que esperar. Pero mientras ellos esperan, hay profesionales que se dejan la piel en los pasillos, pacientes que sufren la ansiedad de no saber si llegarán a tiempo, familias que viven entre la esperanza y el miedo. Y lo más grave es que todo esto sucede en un país que presume de tener una de las mejores sanidades del mundo, pero maltrata a los que la sostienen.

Yo, como creyente, no puedo callar ante esto. Jesús sanaba a los enfermos sin mirar su condición, sin preguntar cuánto podían pagar, sin pedir informes ni presupuestos. Lo hacía por amor, por compasión, por justicia. Y su ejemplo sigue siendo una denuncia viva contra cualquier sistema que olvida la dignidad del ser humano. Él dijo: “Estuve enfermo y me visitasteis.” Esa frase no es una metáfora bonita, es una orden moral.

Si Jesús caminara hoy por nuestros hospitales, no estaría en los despachos ni en las aseguradoras. Estaría en Oncología, en Ferrol, junto a los que curan sin descanso, al lado de quienes consuelan a los pacientes sin fuerzas. Porque allí es donde está el verdadero Evangelio: en las manos que curan, en los ojos que miran con ternura, en los corazones que siguen creyendo que servir es la forma más alta de amar.

Por eso este artículo no es solo una denuncia, sino también un testimonio de fe. Mi fe me obliga a alzar la voz por ellos. Porque la indiferencia mata tanto como la enfermedad, y la fe sin obras es una fe muerta. Si creemos en un Dios de justicia, debemos defender también una sanidad justa.

Que nadie olvide que detrás de cada paciente hay una vida, y detrás de cada vida, un profesional que merece dignidad. La salud no es un lujo ni un privilegio: es un derecho. Y si Jesús nos enseñó algo, fue precisamente esto: que cuidar al enfermo es cuidar al propio Dios.

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